Abril 2008 / NÚMERO 14

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Mensaje de Pascua de Resurrección
Cardenal Francisco Javier Errázuriz

La Semana Santa no nos deja indiferentes. Tal vez es la única semana del año que mueve nuestro espíritu con tanta fuerza a reflexionar sobre nuestros pasos y nuestras actitudes, a la luz y a la sombra de las impresionantes jornadas que vivió Jesucristo en días como estos, hace casi dos mil años. En nuestra patria, diferentes medios de comunicación nos ayudan con programas especiales que invitan a la reflexión y nos hacen más fácil orar y retomar decisiones olvidadas, como asimismo darle más sentido, más generosidad, más altura y más alma a nuestra vida y a nuestros proyectos.

Cuando se acercaba a Jerusalén, mientras los discípulos lo aclamaban en ese primer domingo de ramos, Jesucristo sabía que había llegado su hora, la de ofrecer al Padre su vida por todos nosotros. Amaba a su pueblo y nos amaba a nosotros. Por eso las lágrimas corrieron por su rostro al ver a Jerusalén, la Ciudad Santa, la ciudad de la paz. Sólo quería lo mejor para ella y para nosotros. Pero las puertas interiores de la ciudad, sobre todo las puertas del corazón y de la fe de muchos de sus dirigentes, estaban cerradas. No fueron abiertas a los caminos que conducen a la paz.

Maravillosa fue la atmósfera de la cena pascual. Reveló a los suyos su cercanía al Padre para que la compartieran y se amaran los unos a los otros como el Padre lo amaba y él los había amado. Los invitó a permanecer en su amor, perdonando, sirviendo, amando hasta el extremo de dar la vida, y les reveló su voluntad de morar con ellos, como alimento vivificante en los días más hermosos y más duros de su vida, cuando salieran como misioneros por la historia.

Esa noche fue a rezar al huerto de los olivos, llevando junto a sí tan sólo a Pedro, a Santiago y a Juan. Allí se abandonó al cumplimiento de su misión. Sufrió el beso hipócrita de Judas, el doloroso abandono de los suyos, y quedó a merced de las fuerzas de la ingratitud, la mentira, la crueldad y el mal. Barrieron con su dignidad. Pero el que pasó por el mundo haciendo el bien, no quiso defenderse. Su voluntad era vencer el mal por el bien. Fue torturado hasta la muerte en la cruz.

Antes del amanecer del primer domingo de gloria dejó la tumba victorioso, se apareció a sus discípulos, y les ofreció su paz: la paz y la vida que los convertiría en pueblo de la nueva alianza, en portadores de la alegría y la gratitud por la Buena Noticia que él les había confiado sobre Dios y su misericordia, sobre la dignidad del hombre, sobre la vida y la esperanza de una vida plena, sobre el amor y la familia.

Los abismantes contrastes de esa primera Semana Santa los vivieron los apóstoles y los discípulos más cercanos intensamente. Entraron con aclamaciones y vítores a Jerusalén. Tenían presente en su corazón las enseñanzas sabias y las misericordiosas obras de Jesús. Con desbordante gratitud habían aclamado al que viene en el nombre del Señor como Rey de Israel.

Nunca antes habían experimentado de manera tan honda los sentimientos de Cristo como en ese primer jueves santo, ni le habían entendido con tanta claridad el mandamiento nuevo del amor y la misión que él les confiaba, tampoco ofrecido con él el Pan de vida que recibían. Nunca habían sufrido tanto, pensando que uno de ellos lo traicionaría.
Y vinieron los golpes desoladores del príncipe de las tinieblas. El rostro de su maestro y señor perdió su hermosura. Lo vieron tratado como un despojo humano. Desde lejos sufrieron su agonía y su muerte. Menos mal que su madre, Juan y algunas mujeres lo acompañaban junto a la cruz. Paralizados por el dolor, mientras agonizaba su esperanza, con mucha angustia y temor se refugiaron en el Cenáculo.

Ese domingo les costó creer que había resucitado. Tuvieron que tocar sus manos y sus pies traspasados y gloriosos, para que la paz y la esperanza que Jesús les traía lentamente entraran en sus corazones. Recién unas semanas más tarde, cuando recibieron el Espíritu Santo, salieron del Cenáculo con el tesoro recibido. Fueron portadores de una inconmensurable riqueza por su encuentro con Jesucristo. Tenían tanta verdad suya, tanta voluntad de amar como él, tanto que aportar, como lo expresó el Papa Benedicto XVI, al “balance de la humanidad, frente a los sentimientos y a las realidades de la violencia y la injusticia que la amenazan”.

Es cierto, Jesucristo no exigió ser tratado conforme a su dignidad de Hijo de Dios. Quiso abajarse y aparecer como uno de nosotros, en todo semejante a nosotros menos en el pecado. Pero su personalidad era admirable. Lo respetaban y querían. Lo seguían para escucharlo y para que sanara a los enfermos. ¡Cuántas veces lo llamaron ‘maestro’, y confesaron que nunca habían oído hablar de una persona tan buena y tan sabia, con tanto poder sobre los elementos y los corazones, poder que usaba para servir y sanar, para liberar y dignificar, para abrirle caminos al amor y a la paz! Sin embargo, después de la oración en el huerto, se volcó la fuerza del mal sobre su dignidad. Lo quisieron borrar de la faz de la tierra.

Hasta nosotros sigue llegando la tentación de siempre: olvidar la dignidad de nuestros hermanos; no acercarnos al malherido, ni acompañar al enfermo o al encarcelado; tratar a nuestros hermanos como si no tuvieran ni dignidad, ni buenas intenciones, ni mérito alguno; tratarlos como enemigos y no como amigos y colaboradores, sobre todo cuando nos estorba que cumplan en conciencia su deber. Y a algunos los acosa la tentación de imponer sus posiciones aun a costa de la dignidad de la vida de seres inocentes. Y sucumbimos ante la seducción de mentir, ofender, denigrar, humillar, golpear de palabra o de hecho. Ocurre en la arena política, de una y otra parte, aún al interior del mismo partido; y ocurre en el campo laboral y en innumerables hogares. Se destruye así la confianza, la verdad, la transparencia, la amistad y la paz. Nos destruimos mutuamente. Muchas veces, como en la pasión de Jesús, nos golpean las fuerzas del mal; o golpean a otros con nuestra colaboración.

Pero ésa no es toda la verdad de nuestra patria. Tampoco la verdad dominante. Llegó a nuestra vida y a nuestra cultura el resplandor y la fuerza de la Resurrección de Cristo. Vivifica nuestra convivencia la buena noticia de la dignidad de cada hombre y de cada mujer, de cada niño, joven y anciano; todos ellos, hijos de Dios y colaboradores suyos en la construcción de su Reino. Adquiere fuerza en nuestro interior la voluntad de abrirle caminos al diálogo y a la paz, de acercarnos a ellos con benevolencia, con el anhelo de apoyarlos, de colaborar con ellos y de servirlos para que vivan conforme a su dignidad.
De hecho, con iniciativas gratuitas y acciones generosas son millones los chilenos que proclamamos con Cristo que la enemistad, la falsedad y la muerte no tienen la última palabra, sino la generosidad, la verdad y la vida. Así lo proclaman los cientos de miles de voluntarios y voluntarias de nuestra patria, que dan lo mejor de sí para aliviar la enfermedad, la pobreza, la ignorancia, la soledad, la falta de vivienda y el acoso de los incendios, como también para avivar la fe gozosa en Cristo. Así lo proclaman los padres de familia que trabajan y renuncian a tantas cosas, para darles a sus hijos una formación mejor y más oportunidades que las que ellos recibieron, de modo que vivan según su dignidad humana y religiosa. Así lo proclaman tantas mujeres que cuidan la vida, tantos miembros de los pueblos originarios que aman la paz y dan las aportaciones de su cultura para engrandecer a Chile, tantos estudiantes, trabajadores y emprendedores, amigos de la justicia y de la paz, como asimismo tantos servidores públicos, que no buscan sobre todo dividendos políticos, sino realmente servir.

Queridas familias, queridos constructores de la sociedad, queridos jóvenes, que nuestras opciones sean siempre favorables a la verdad y a la concordia, siempre favorables a promover la dignidad de todos, para que vivan en un clima de resurrección y de paz, lejos de las sombras de la muerte, la aversión y la falsedad. Jesucristo nos alienta por este camino, y nos lo abre permanentemente, para que lo recorramos con la alegría de haber recibido la buena noticia de su pascua y su resurrección.

De corazón les deseo toda la bendición y la paz de Dios en esta fiesta de la Resurrección de Cristo.

Francisco Javier Errázuriz Ossa
Cardenal Arzobispo de Santiago