Edición NÚMERO 50
Abril 2011

“Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia”

En la inauguración del año académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica, el 8 de Marzo de 2011, el decano, Joaquín Silva Soler, abordó desde una profunda mirada evangélica la crisis provocada en la Iglesia en Santiago por el llamado “caso Karadima”. Entregamos completo el texto de esa intervención, que desde una perspectiva de resurrección y conversión, se enmarca perfectamente en este tiempo litúrgico de Cuaresma.

“Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Rom 5,20). Considero que estas palabras de San Pablo a los cristianos de Roma expresan muy bien la experiencia histórica de la salvación del pueblo de Israel y, en la situación de la Iglesia hoy, son para nosotros fuente de sentido y esperanza.

Especialmente durante este último año se nos ha hecho patente la iniquidad, la fuerza destructora del mal, nuestra frágil existencia personal y eclesial. Por cierto, este no ha sido el peor momento de la Iglesia: ha habido y podrán haber momentos aún peores. Tampoco la situación de la Iglesia es el problema mayor de la sociedad y de la humanidad. Sin embargo, la necesidad de dimensionar el grave momento eclesial no debe constituirse en un álibi para escabullir una exigencia mayor, cuál es la de ejercer nuestra propia libertad en el tiempo y en el espacio que se nos han regalado. Es aquí y ahora donde hemos sido testigos de “la abundancia del pecado”.

Las denuncias en contra del sacerdote Fernando Karadima y la reciente declaración de culpabilidad decretada por la Congregación para la Doctrina de la Fe han golpeado a esta comunidad universitaria y a la Iglesia chilena en general.

Desgraciadamente, el caso de este sacerdote no representa un hecho aislado. Las graves faltas en contra de la dignidad de las personas, en contra de Dios, no constituyen hechos puntuales: han ocurrido en diversos lugares del mundo y sus protagonistas han pertenecido tanto al clero diocesano, como a diversas congregaciones religiosas. La masividad del problema no nos deja indiferentes y provoca en nosotros sentimientos de perplejidad, contradicción y dolor. Estos sentimientos, por cierto, nos conectan vitalmente con las víctimas de los abusos: con aquellos que creyeron y confiaron en la santidad de la Iglesia y de sus ministros; con quienes fueron objeto del oprobio del poder ejercido en nombre de Dios; con quienes fueron lesionados en sus derechos, en su integridad y dignidad.

Las víctimas de estos delitos, el escándalo que ellos han provocado entre los fieles y la indignación ética de toda de la sociedad, exigen de nosotros un auténtico camino de conversión. Se trata de un imperativo que no sólo está determinado externamente; por ello, este profundo cambio al que estamos llamados no tiene como propósito el simple “control de daños”, no busca la pura recuperación de una credibilidad dañada. Para nosotros, para quienes acabamos de celebrar la muerte y resurrección del Señor Jesús, el imperativo de la conversión nace desde las entrañas mismas de la experiencia de la culpa. En efecto, la experiencia pascual nos dice que la muerte no es la última palabra, que el pecado no es el único ni definitivo modo de existencia humana, que las tinieblas –por oscuras que ellas sean- ya no son capaces de vencer aquella Luz, que es siempre vida de los hombres (cf. Jn 1,4).

Es esta experiencia pascual la que nos permite afirmar con Pablo que “donde abundó el pecado sobreabundó la gracia”. Es así que no se trata de un postulado teórico ni de un ingenuo propósito voluntarista. La pascua de Jesucristo, el paso de la muerte a la vida, nos remite a una historia de salvación que en Él ha llegado a su plenitud. En la historia no sólo somos testigos de la iniquidad y de la muerte. Por la misericordia y la gracia de Dios se nos ha permitido reconocer que siempre es posible el camino de la conversión, el perdón y la libertad. La pascua de Jesucristo, su paso de la muerte a la vida, se entiende y vive desde el trasfondo de la pascua del Pueblo de Israel: del paso de la esclavitud a la libertad. En aquella Pascua se nos revela originalmente el destino de toda existencia humana, el destino de la humanidad: no hemos sido creados para vivir como esclavos, sino como hombres y mujeres libres; no hemos sido llamados a servir a los ídolos y fetiches del poder, sino que al único Dios verdadero; no se nos ha concedido ninguna autoridad sobre los demás, salvo aquella que con los otros nos permite amar y servir.

Desde la pascua de Jesucristo podemos comprender que donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia. Pero para que ello sea efectivamente así, la misma historia de salvación nos muestra que es necesario romper las ataduras de la esclavitud, que hay que estar dispuestos a caminar en el desierto, que cuando ya no tengamos las seguridades de la “casa de la esclavitud” (Ex 13,3) deberemos vencer la tentación de volver atrás y confiar siempre en la promesa liberadora de Dios.

La experiencia del sepulcro vacío ratifica esta invitación a salir de la “casa de esclavitud”. Después de la crucifixión del Señor algunas de las mujeres volvieron al sepulcro pero allí el ángel les preguntó: “¿Por qué buscan entre los muertos al que vive?” (Lc 24,5). Donde se había alojado la muerte ahora se manifiesta la vida. Por ello las mujeres no se quedan llorando una ausencia, si no que salen corriendo a dar testimonio de la presencia del resucitado.

Allí donde abundó el pecado sobreabundó la gracia. La expresión mayor del pecado es la muerte de Jesús en la cruz: “los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11). Sin embargo, la historia de amor y gracia no se detuvo ni siquiera en aquella tarde en que las tinieblas descendieron sobre toda la tierra (Lc 23,44). Esa muerte no sería el destino fatal de la vida de un hombre que había pasado “haciendo el bien” (Hech 10,38). Esa muerte, sostenida en el amor del Padre, sería expresión de la solidaridad de Dios con todos los sufrientes de la tierra, sería expresión de la fidelidad del Hijo con la misión encomendada por el Padre, sería el paso necesario –la pascua- hacia la vida y la libertad.

La muerte de Jesús se nos regala así como auténtico camino de salvación. Por medio del bautismo hemos sido incorporados sacramentalmente a su pascua. Y cada vez que celebramos la eucaristía damos gracias por haber sido hecho partícipes, en Cristo, de este paso de la esclavitud a la libertad, de este camino que de la muerte nos conduce a la vida.

En nuestro trabajo teológico queremos ser testigos de esta fuerza vivificante y creadora del Espíritu de Dios; en la inteligencia que nos regala la fe, queremos contribuir al resplandor de la Verdad, queremos ser humildes servidores del Evangelio de la gracia de Dios (Hech 20,24). De este modo, especialmente en estos días, queremos que nuestra teología sea una teología auténticamente pascual. Según lo que venimos diciendo, esto es: una teología capaz de reconocer y denunciar el pecado y la muerte, pero que no se queda con la vista fija en el sepulcro del pecado y de la muerte, sino que por la misericordia vivida, invita a la conversión y al perdón, nos mueve a todos a “nacer de nuevo”.

Aunque unos más que otros, aquí todos podemos volver a preguntar a Jesús: “¿Cómo puede un hombre nacer siendo ya viejo?” (Jn 3,4). Es cierto: muchas veces nos desilusionamos de nosotros mismos y de la Iglesia y llegamos a creer que ya no es posible nacer de nuevo: en ocasiones nos reconocemos más cerca del vicio que de la virtud, vemos que nuestros mezquinos intereses muchas veces prevalecen sobre el bien común, que en lugar de consagrarnos al servicio de la verdad construimos vanos razonamientos que buscan ideológicamente ocultar nuestros propia voluntad de poder. Y así nos vamos desilusionando, especialmente de los demás; pero, en rigor, también de nosotros mismos, nunca tan diferentes a los demás. Dios nos libre de descubrirnos rezando como aquel fariseo que decía: “Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: estafadores, injustos, adúlteros; ni aun como este recaudador de impuestos” (Lc 18,11).

Pero como todas las desilusiones, las relativas a nosotros y a la Iglesia tienen su origen en una ilusión: en la ilusión de que alguna persona sea una mediación inequívoca de la presencia y santidad de Dios; en la ilusión de poder alcanzar la propia santidad a través de la multiplicación y reiteración de actos así llamados de piedad; en la ilusión de haber sido dotados nosotros mismos de algún tipo de dominio sobre lo sagrado; en la ilusión de seguridad que en ocasiones nos puede dar el tener, el poder, o el saber. Como toda ilusión, ellas son efímeras, dependen de nuestros estados anímicos y, en definitiva, como nunca pueden otorgarnos plenamente aquello que prometen, terminan por dejarnos ante el vacío y la desolación, en la desilusión.

Sin embargo, la posibilidad de “nacer de nuevo” no se sustenta en una ilusión, sino que en la fuerza transformadora del Espíritu que, como a Nicodemo, nos mueve a vivir en la confianza de su acción siempre nueva y desconcertante: "El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va; así es todo aquél que ha nacido del Espíritu" (Jn 3,8).

Nacer de nuevo es posible por la gracia y la fuerza del Espíritu de Dios. Pero esta gracia de Dios no actúa en nosotros, ni en la Iglesia, sin la cooperación de nuestra libertad. Para que esta conversión no sea ella misma una ilusión, sino que un verdadero renacer en el Espíritu de Dios, se debe expresar en gestos concretos de cambio. Por ello Pablo describía así su apostolado: a todos, «he predicado que se convirtieran y que se volvieran a Dios haciendo obras dignas de conversión» (Hech 26,20; cf. 1 Ts 1,9-10). Ya Zaqueo, entre tantos otros, había entendido que “nacer de nuevo” no es una aspiración ilusoria, un buen deseo, o una mera intención. Nacer de nuevo lleva a una auténtica conversión y, en cuanto ello sea posible, a la reparación del daño que hemos causado. Aquel hombre que se había hecho rico cobrando impuestos en favor del Imperio romano, comprendió que si Jesús se había querido quedar en su casa –siendo él aún pecador- era para que ahora reconociera su falta y reparara el mal causado: "Señor, la mitad de mis bienes daré a los pobres, y si en algo he defraudado a alguien, se lo restituiré cuadruplicado” (Lc 19,8).

Mons.  Ezzati en este día quiero expresarle nuestra más cordial bienvenida a esta Facultad, a la que Usted vuelve ya no como profesor, sino como Obispo y Gran Canciller. Cuente con nuestra sincera y leal colaboración.

Agradezco también la presencia de todas las autoridades de la Universidad, en especial la del Rector, Vicerrectores, de los Decanos, profesores y profesoras de las demás Facultades de la Universidad. Que esta presencia sea expresión del apasionante diálogo de la fe con la cultura, de la teología con las demás formas del saber humano.

Damos también una cordial bienvenida a todos nuestros estudiantes de pre y posgrado. Que este inicio de año académico no esté marcado por alguna ilusión, sino por la esperanza en que el Espíritu del Señor nos irá haciendo a todos cada día más sabios, cada día más santos.

Muy especialmente quiero agradecer hoy la presencia de Mons. Arteaga. Espero muy sinceramente que ella sea expresión de que, por la gracia de Dios,  es siempre posible -para todos nosotros- el camino de la conversión, de la reconciliación y de la libertad.

En sí mismos, los tiempos no son buenos,… pero tampoco son malos. Todo tiempo es un don, un regalo que nos invita a vivir siempre de un modo nuevo en la fe, la esperanza y la caridad. Que el Espíritu de Jesucristo, en este tiempo, nos impulse a todos a una existencia teológica “llena de gracia y verdad” (Jn 1,14).