AGOSTO 2007 / NÚMERO 6

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El Itinerario Formativo de los Discípulos Misioneros
Aparecida, capítulo 6

Fernando Ramos
Vicario para la Educación

1. Introducción

Querido Señor Cardenal, queridos Señores Obispos Auxiliares, sacerdotes, diáconos y laicos presentes de esta hermosa Iglesia de Santiago. Es para mí ocasión de mucha alegría dirigirme a Ustedes en esta Semana teológica-pastoral, pues me permite no solamente presenciar y contemplar una dimensión de las múltiples facetas y acciones de nuestra arquidiócesis, sino también profundizar aún más este peregrinaje personal de reinserción en mi Iglesia local, después de muchos años en los que me encontraba lejos de esta comunidad.

Se me ha invitado a presentar el capítulo 6 del Documento Final de Aparecida, ya autorizado por el Santo Padre, cuyo título es “El Itinerario Formativo de los Discípulos Misioneros”. En esta presentación abordaré, en primer lugar, la ubicación del capítulo 6 dentro del Documento; después trataré de explicitar cuál es su punto de partida, el que, a su vez, es el hilo conductor del capítulo. En seguida, me detendré en una serie de puntos relevantes del texto, que constituyen los pilares sobre los cuales Aparecida propone el itinerario formativo de los cristianos de nuestro continente, tales como: el encuentro con Jesucristo, especialmente algunos lugares privilegiados de este encuentro, el proceso de formación, la iniciación a la vida cristiana y la catequesis permanente, y, por último, los lugares de formación para los discípulos misioneros.

2. Ubicación del cap. 6 en el Documento de Aparecida

Tal como señala el nº 19, Aparecida se presenta en continuidad con las anteriores Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano, especialmente en la utilización del ya clásico método “ver, juzgar y actuar”. Para evitar cualquier distorsión que pueda surgir por el empleo de una óptica inadecuada o sesgada del método, se apresura a enfatizar que “La adhesión creyente, gozosa y confiada en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo y la inserción eclesial, son presupuestos indispensables que garantizan la eficacia de este método” (Aparecida, 19).

Desde esta perspectiva, el Documento se divide en tres partes. La primera, constituida por dos capítulos, es una mirada atenta, desde la condición de discípulo-misionero de Jesucristo, a la realidad de nuestro continente. La segunda, conformada por 4 capítulos, presenta una matriz cristológica para subrayar que la condición de discípulo-misionero se entiende solamente a partir de su inserción en la vida de Jesucristo. Por último, la tercera parte, también con 4 capítulos, delinea cuál debiera ser la acción de los discípulos-misioneros para que la vida de Cristo dé vida abundante en los pueblos del continente. De esta forma, el Documento queda conformado por 10 capítulos estructurados en tres partes.

El capítulo que nos ocupa ahora es el sexto y se encuentra en la segunda parte del Documento, es decir, la parte que se refiere a la vida de Jesucristo en los discípulos-misioneros. Es el último capítulo de esta parte y el más extenso de todo el Documento, ya que tiene más de 100 números. Después de referirse a la alegría, por el hecho de anunciar el evangelio de Jesucristo, que embarga al discípulo-misionero y por eso se alaba y bendice a Dios (cap. 3), y a la consiguiente vocación a la santidad de aquél (cap. 4), Aparecida entra en dos conceptos fundamentales de la condición de discípulo-misionero: el primero abarca el ámbito propiamente eclesiológico en donde se desenvuelve la vocación del discípulo-misionero y es explicitado bajo la categoría de comunión (cap. 5); el segundo trata del proceso que conduce a la configuración del alma del discípulo-misionero, utilizando la categoría de itinerario formativo, que es justamente nuestro cap. 6. De esta forma, la segunda parte del Documento se preocupa de la confrontación objetiva de la persona que está en proceso de convertirse en discípulo-misionero de Jesucristo; anunciar el evangelio de Jesucristo no se puede hacer si no hay una profunda búsqueda de la santidad; tampoco se puede hacer de manera individualista o aislada, pues requiere de una comunidad eclesial, donde viva esta experiencia maravillosa y canalice su vocación específica a través de algún ministerio o carisma. Igualmente, ese discípulo-misionero se ha de abrir a un proceso que le permita recorrer un auténtico itinerario formativo.

Vistas así las cosas, el lector atento se preguntará ¿por qué Aparecida habla de un itinerario formativo? ¿a qué se refiere con un proceso para llegar a ser discípulo-misionero? ¿en qué experiencia humana se basa para presentar esta dimensión?


3. El punto de partida e hilo conductor del cap. 6 de Aparecida

Alguien podría sostener que, desde el punto de vista psicológico y pedagógico, es normal que una persona tenga que experimentar un proceso antes de llegar a un estadio de mayor perfección y así enfrentar una tarea futura. Ese punto de vista no es el que siguieron nuestros Obispos en Aparecida. Otro podría sostener que, desde la perspectiva de la especialización laboral, es normal llevar a cabo un itinerario de perfeccionamiento y, por consiguiente, es útil seguir una estrategia en la que paulatinamente los sujetos vayan desarrollando habilidades en este sentido. Tampoco éste fue el criterio seguido en Aparecida.

El punto de partida que se ha seguido es mucho más simple pero también mucho más potente. Lo que cautivó a los delegados en Aparecida fue volver a la experiencia inicial de ese sujeto nuevo que surge en la historia que es el discípulo de Jesús. Los Obispos hicieron suyas las palabras de Benedicto XVI en su primera encíclica: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Benedicto XVI, Deus caritas est, 1). El cristiano surge precisamente por su encuentro personal con Jesucristo, de donde emerge la fe como adhesión vital a su persona. Esto es lo que ocurrió con los primeros discípulos de Jesús y es eso lo que los evangelios nos han transmitido a través de distintas representaciones. Sin embargo, ha sido en particular una de esas representaciones la que ha atraído más la atención de los participantes en Aparecida; se trata de la vocación de los primeros discípulos de acuerdo a la tradición del evangelio según san Juan.

Creo oportuno dar lectura a estos 5 versículos del primer capítulo del evangelio de Juan; así podremos tener más presente el texto sobre todo para abordar las consideraciones que expondré más adelante.

Dice Jn 1,35-39: “Al día siguiente, Juan se encontraba de nuevo allí con dos de sus discípulos. Fijándose en Jesús que pasaba, dice: He ahí el Cordero de Dios. Los dos discípulos le oyeron hablar así y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que le seguían, les dice: ¿Qué buscan? Ellos les respondieron: Rabbí – que quiere decir Maestro - ¿dónde vives? Les respondió: Vengan y lo verán. Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día. Era más o menos la hora décima”.

A este pequeño trozo del evangelio, Aparecida le consagra el número 244 para indicar que esta narración permanecerá en la historia como síntesis única del método cristiano. Dos palabras de Jesús son puestas en evidencia: “¿Qué buscan?” y “vengan y verán”. Ambas locuciones dan pie para que Andrés y el otro discípulo (tal vez Juan) compartan con Jesús el resto del día y tengan una experiencia única en sus vidas, que los transformará de tal manera que se convertirán en discípulos-misioneros de Jesús, hasta dar su vida por él. Dada la significación enorme de este pasaje del evangelio, los Obispos han querido que se transforme en el paradigma del itinerario cristiano de formación para que, quienes se encuentren con Jesucristo en la Iglesia, se conviertan en entusiastas discípulos y apasionados misioneros. Por este motivo, todo cuanto se expone en el cap. 6 hace necesaria referencia a la experiencia fundante de los primeros discípulos que nos narra la tradición joánica.

4. Lugares de encuentro con Jesucristo

El pasaje del evangelio de Juan que hemos escuchado pone el acento en el encuentro que tuvieron esos dos discípulos con Jesús; de esta forma, todo verdadero discipulado no puede concretizarse ni tiene posibilidades de ser auténtico si no parte de un especial encuentro personal con Jesús. Por esta razón, y para suscitar el discipulado en los cristianos de nuestro continente, nuestros Obispos se preguntan por los lugares de encuentro con Jesús hoy en Latinoamérica.

Como premisa, Aparecida señala con nitidez que el encuentro con Jesucristo es posible por la acción invisible e inescrutable del Espíritu Santo y se realiza en la fe recibida y vivida en la Iglesia (cf. Aparecida, 246). A partir, entonces, de esta certeza sobre la importancia del sustrato eclesial y pneumático, el Documento define 8 ámbitos en donde es posible encontrar a Jesucristo:

a) La Sagrada Escritura leída en la Iglesia

Para Aparecida, la Sagrada Escritura es un lugar privilegiado para encontrarse con el Señor, ya que ha sido escrita bajo la inspiración del Espíritu Santo. Cualquier acción pastoral o, más aún, cualquier acción eclesial no puede hacerse sin tener en cuenta el enorme patrimonio que los textos sagrados ofrecen a la Iglesia. El llamamiento de Aparecida, haciéndose eco de lo dicho por el Papa Benedicto XVI, es a tener un conocimiento profundo y vivencial de la Palabra de Dios para que sea verdadero alimento de los cristianos.

El Documento hace dos propuestas concretas en esta línea. Por una parte, alienta a que haya una pastoral bíblica, entendiendo como tal la “animación bíblica de la pastoral, que sea escuela de interpretación o conocimiento de la Palabra, de comunión con Jesús u oración con la Palabra y de evangelización inculturada o de proclamación de la Palabra” (Aparecida, 248); por eso, el acercamiento a la Sagrada Escritura ha de ser no sólo intelectual o instrumental, sino con un corazón “hambriento de la Palabra del Señor” (Am 8,11). Por otra parte, promueve como medio privilegiado la Lectio divina, pues es un hermoso y eficaz ejercicio de lectura orante de la Palabra.

b) La Sagrada Liturgia

Por el sólo hecho de ser la celebración del Misterio Pascual, la Sagrada Liturgia es el lugar por excelencia en donde los discípulos de Cristo penetran en los misterios del Reino.

Evidentemente, la celebración de la Eucaristía es la manera privilegiada para el encuentro con Jesucristo. Vivir la fe en la centralidad del Misterio Pascual de Cristo implica vivir unido a la Eucaristía, lo cual permite tener acceso a la fuente inagotable de la vocación cristiana que proyecta fuertemente el impulso misionero.

Por este motivo, es fundamental que el discípulo-misionero viva el domingo y las fiestas de precepto participando activamente en la celebración eucarística. La promoción de la pastoral del domingo es fundamental para un nuevo impulso en la evangelización del continente.

Asimismo, la celebración del sacramento de la reconciliación también es un lugar excelente de encuentro con Cristo, ya que el pecador experimenta de manera singular el perdón misericordioso del Señor


c) La oración personal y comunitaria

Cultivar la relación personal y una profunda amistad con Jesucristo es esencial para que el discípulo-misionero logre comprender la voluntad del Padre. En este sentido, la oración diaria es un signo del primado de la gracia en el camino del discípulo-misionero.

d) La comunidad cristiana y el amor fraterno

En los distintos ministerios y servicios en la comunidad viva en la fe, así como en las diversas manifestaciones comunitarias, Jesús se hace presente de manera misteriosa y clara, ya que él se encuentra en todos aquellos discípulos que procuran hacer suya la existencia del Señor. De manera especial, Jesús se encuentra en los legítimos Pastores y en aquellos que dan testimonio de lucha por la justicia, por la paz y por el bien común para construir un mundo más justo y más fraterno.

e) Los pobres y los afligidos

Inspirándose en Mt 25,37-40, Aparecida recuerda que Jesús se encuentra especialmente en los pobres, afligidos y enfermos. La misma fe en Jesucristo debe llevar al discípulo-misionero a hacerse cercano y amigo de los pobres e invita a tener presente que esta dimensión es un elemento constitutivo de la fe en Jesucristo. Asimismo, el testimonio de fe de muchos que sufren el dolor y la miseria se convierte en un verdadero acto evangelizador hacia el discípulo-misionero.

f) La piedad popular

Aparecida dedica varios números, precisamente ocho, a la religiosidad popular como un ámbito de encuentro con Jesús. No lo llama lugar sino espacio, destacando así la enorme importancia que le concede a este tipo de expresiones. Es muy probable que este reconocimiento tan considerable se deba a que la reunión de los Obispos delegados se realizó justamente en el mayor santuario mariano de Brasil, lugar que atrae a miles de peregrinos cada semana.

Varios aspectos importantes de la piedad popular son destacados, entre los que sobresale la invitación del Santo Padre a promover y proteger estas manifestaciones, ya que constituyen “el precioso tesoro de la Iglesia católica en América Latina” (Benedicto XVI, Discurso Inaugural de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, 1) y porque reflejan una sed de Dios enorme, que solamente los pobres y sencillos pueden conocer.

Aparecida le concede especial importancia a las peregrinaciones que los fieles hacen a algún santuario, porque en ellas se puede reconocer al Pueblo de Dios en camino. Cada etapa es un paso que conduce al peregrino a entrar cada vez más en el misterio que lo supera y que vive con otros en una auténtica experiencia eclesial.

Si bien es cierto que la piedad popular se vive con otros y, a veces, en una multitud, no se trata de una espiritualidad de masas, debido a que las manifestaciones populares de fe penetran delicadamente la existencia personal de cada fiel, lo cual le permite encontrarse con el Señor en muchas de estas expresiones.

Por consiguiente, la espiritualidad popular no puede ser considerada un modo secundario de la vida cristiana, ya que significaría olvidar el primado de la acción de Dios por medio del Espíritu. Es auténticamente espiritualidad cristiana y popular porque constituye un verdadero encuentro personal con el Señor; integra mucho lo corpóreo, lo sensible, lo simbólico y las necesidades más concretas de las personas. En ocasiones habrá que evangelizar y purificar, pero eso no significa que esté privada de riqueza evangélica, sino que uniéndose a María y los santos puedan tener un contacto más estrecho con la Palabra de Dios e incrementar la participación en los sacramentos. No hay que olvidar que en las actuales circunstancias en que el ambiente del continente está cada vez más secularizado, la religiosidad popular sigue siendo una poderosa confesión de fe en el Dios vivo que actúa en la historia y, además, un importante canal de transmisión de la fe.

g) María, discípula y misionera

Inmediatamente después de la parte dedicada a la religiosidad popular, el Documento de Aparecida consagra varios números a María, discípula y misionera. Es presentada como la más perfecta discípula del Señor, debido a que por su fe, su obediencia a la voluntad del Padre y su constante meditación de la Palabra, llega a ser la máxima realización de la existencia cristiana. Como misionera, María trajo el Evangelio al continente americano, lo cual se advierte con nitidez en el acontecimiento guadalupano.

De esta forma, María es una verdadera escuela de la fe que conduce al cristiano hacia el encuentro más profundo con el Señor. Por este motivo, muchas generaciones de hombres y mujeres latinoamericanos ven en ella una madre y una hermana. Ella pertenece a la gente sencilla del pueblo de Dios que anhela y se deja conducir al encuentro cercano con el Padre.

h) Los apóstoles y los santos

Finalmente, también se reconoce a los apóstoles y a los santos un puesto destacado en la espiritualidad y el estilo de vida de las Iglesias del continente, ya que sus vidas son lugares privilegiados de encuentro con Jesucristo. Ciertamente ellos han sido, por una parte, un regalo enorme para el camino creyente de los cristianos de América Latina y, por otra, un estimulo eficaz para imitar sus virtudes en los distintas circunstancias de la hora presente.

Volviendo al texto inspirador de este itinerario formativo, en el que los primeros discípulos conocen a Jesús (Jn 1,35-39), se puede advertir que ese encuentro no fue algo fugaz. Se trató más bien de un encuentro que inmediatamente se transformó en una invitación a venir y a ver dónde Jesús estaba, a conocerlo a él, a entrar en la experiencia más profunda de vivir una auténtica formación para constituirse en discípulo-misionero.

5. El proceso de formación de los discípulos misioneros

El Documento de Aparecida, al respecto, afirma con seguridad que “la vocación y el compromiso de ser hoy discípulos y misioneros de Jesucristo en América Latina y El Caribe, requieren una clara y decidida opción por la formación de los miembros de nuestras comunidades, en bien de todos los bautizados, cualquiera sea la función que desarrollen en la Iglesia” (Aparecida, 276). Dicha formación será auténticamente cristiana sólo en la medida que siga el método empleado por Jesús con sus discípulos que los invitaba a venir y ver. Para tal efecto, el Documento entrega algunos aspectos fundamentales del proceso y define criterios generales para llevarlo a la práctica.

5.1 Aspectos fundamentales del proceso

Para describir el proceso formativo, Aparecida destaca cinco aspectos fundamentales que afloran de diversa manera en cada etapa del camino, pero que se compenetran íntimamente y se alimentan entre sí. Son diversas etapas de un mismo proceso:

El encuentro con Jesucristo: La primera etapa es el encuentro con Jesucristo. Tal encuentro es la etapa fundamental del proceso, sin la cual es imposible que se verifique, condenando así a la esterilidad los otros aspectos. Este encuentro con Cristo debe renovarse constantemente por el testimonio personal, el anuncio del kerygma y la acción misionera de la comunidad. El kerygma, en particular, es el hilo conductor de todo el proceso que conduce a la madurez del discípulo-misionero.

La conversión: La segunda etapa es la conversión que corresponde a la respuesta inicial de quien ha escuchado al Señor con admiración, cree en él por la acción del Espíritu y se decide a seguirlo cambiando su forma de pensar y vivir.

El discipulado: El tercer aspecto es la vida de discípulo que corresponde a un estadio de mayor madurez en el seguimiento del Maestro; por eso, la catequesis permanente y la vida sacramental son fundamentales para perseverar en la vida cristiana en medio del mundo.

La comunión: El cuarto aspecto es la vida cristiana vivida en comunidad, criterio inequívoco de autenticidad, pues confiere el sello tan necesario de la eclesialidad.

La misión: La última etapa es la misión, ya que el discípulo que conoce, ama y sigue a su Señor se ve en la necesidad de compartir con otros su alegría de ser enviado a anunciar al mundo a Jesucristo muerto y resucitado, a hacer realidad el amor y el servicio a los más necesitados, a construir el Reino de Dios. No hay verdadero discipulado sin la misión.

5.2 Criterios generales del proceso formativo

Los aspectos o etapas antes señalados del proceso formativo, para que realmente éste pueda llevarse a cabo, necesitan de ciertos puntos de referencia o un marco de acción que permita orientar adecuadamente dicho proceso. Aparecida establece los siguientes cinco criterios generales que deben conducir la formación de los discípulos-misioneros en nuestro continente:

Una formación integral, kerygmática y permanente: El proceso formativo requiere que integre diversas dimensiones – que a continuación se explicitarán – armonizadas entre sí en una unidad vital, que se base en el anuncio kerygmático, pues Jesús está presente en la Iglesia, y que sea permanente y dinámica.

Una formación atenta a dimensiones diversas: La formación debe integrar armónicamente distintas dimensiones que van dando solidez al discípulo-misionero:

la dimensión humana y comunitaria permite desarrollar personalidades maduras, reconciliadas con su historia y abiertas a la experiencia comunitaria;
la dimensión espiritual arraiga al cristiano en la experiencia de Dios manifestada en Jesús, de manera que pueda descubrir sus carismas en sintonía con el Espíritu y ponerlos al servicio de la Iglesia;
la dimensión intelectual potencia la razón humana para que busque un significado a la realidad, se abra al misterio y dé razón de la propia esperanza; capacita para el discernimiento, el juicio crítico y el diálogo con el mundo a partir de las enseñanzas de Jesús;
la dimensión pastoral y misionera ofrece las respectivas competencias para ponerse en marcha, junto a los demás miembros de la comunidad, para evangelizar y anunciar a Cristo de manera constante, alegre y creativa en su vida y en su ambiente.

Una formación respetuosa de los procesos: Llegar a la estatura de la vida nueva en Cristo, identificándose fuertemente con él, es un camino largo que pasa por etapas y situaciones diversas; por eso, es necesario que se respeten los procesos personales en este camino y que se establezca en cada diócesis, como eje central, un proyecto orgánico de formación aprobado por el Obispo e implementado por equipos competentes en la materia.

Una formación que contempla el acompañamiento de los discípulos: Se requiere capacitar a quienes puedan acompañar espiritual y pastoralmente a otros, de manera que cada sector del Pueblo de Dios sea formado de acuerdo con la peculiar vocación y ministerio al que ha sido llamado: Obispos, presbíteros, diáconos permanentes, consagrados y consagradas, laicos y laicas. En particular, se subraya que la formación de los laicos y laicas debe ser en función de su misión en el mundo en la perspectiva del diálogo y de la transformación de la sociedad, sobre todo en el vasto mundo de la política, la realidad social, la economía, la cultura, las artes, la vida internacional y los medios de comunicación.

Una formación en la espiritualidad de la acción misionera: Todo este proceso formativo no tendría sentido si no se basase en el estímulo de la docilidad al Espíritu Santo, a su potencia de vida que moviliza y transfigura las dimensiones de la existencia. No se trata de una simple devoción intimista; más bien, se intenta dar espacio al Espíritu para que transforme los corazones de las personas y las anime a anunciar a Jesucristo; así se convierte en una auténtica espiritualidad misionera.

Después de presentar los aspectos fundamentales y los criterios generales del proceso formativo, el Documento de Aparecida hace un paréntesis. Un biblista de formación histórico-crítica o diacrónica diría que es una contundente glosa, mientras que otro de orientación sincrónica diría que nos encontramos delante de una estructura paralela. Sea lo uno o lo otro en verdad es irrelevante. Lo que importa es que los autores del texto han querido consagrar un apartado especial e importante a la iniciación cristiana y a la catequesis. Si bien es cierto que podrían haberlo incorporado en alguno de los aspectos antes enunciados, también es cierto que por su importancia en la vida de la Iglesia merecían un lugar destacado.

5.3 Iniciación a la vida cristiana y catequesis permanente

Los Obispos parten de una constatación preocupante, tal vez dramática: “son muchos los creyentes que no participan en la Eucaristía dominical ni reciben con regularidad los sacramentos, ni se insertan activamente en la comunidad eclesial” (Aparecida, 286). Por esta razón, se plantea la necesidad de cuestionarse a fondo el modo en que se ha realizado hasta ahora la iniciación cristiana y de imaginar y organizar nuevas formas de acercamiento a estos cristianos, ya que si no se educa en la fe la Iglesia del continente no podrá cumplir su misión evangelizadora.

Propuestas para la iniciación cristiana: Para los Obispos en Aparecida, hay que tomar en serio el proceso de iniciación en el camino de la fe, porque éste es el camino del discípulo-misionero. Para tal efecto, propone algunas vías. En primer lugar, vuelve a enfatizar que el momento fundante del discipulado es la recepción del anuncio del kerygma; este anuncio es el que hace posible la conversión, el discipulado en comunión con otros y la misión. Agrega que el itinerario formativo debe tener el carácter de experiencia que dé la posibilidad a una profunda y feliz celebración de los sacramentos; incluso llega a recomendar el método de las antiguas catequesis mistagógicas.

Termina proponiendo dos puntos concretos: por una parte, la parroquia ha de ser el lugar donde se asegure la iniciación cristiana; allí han de iniciar su fe los no bautizados y educar la propia los niños y adultos ya bautizados. Por otra, hace un llamado a que el proceso catequístico formativo adoptado por la Iglesia para la iniciación cristiana, sea asumido en todo el continente como la manera ordinaria e indispensable de introducir en la vida cristiana; después vendrá la catequesis permanente a continuar la maduración de la fe.

Catequesis permanente: Se constata que la catequesis ha crecido enormemente en el continente a través de estructuras diocesanas que canalizan estas acciones y también a través de una cantidad muy grande de catequistas voluntarios, que generosamente prestan su tiempo a esta tarea. Sin embargo, se advierte con preocupación que no siempre la formación de éstos es satisfactoria, ni tampoco se cuenta con los subsidios necesarios para apoyar su labor. Los desafíos en América Latina y El Caribe requieren de una identidad católica más personal y fundamentada que se ha de obtener por medio de una catequesis adecuada y permanente. Por eso, se propone la elaboración de un itinerario catequético permanente en cada diócesis que abarque toda la vida, desde la infancia hasta la ancianidad. Indudablemente, para que en verdad el pueblo cristiano conozca a Jesucristo y lo siga en su vida, será necesario la lectura y la meditación de la Palabra de Dios.

Tras abordar la importancia de la iniciación cristiana y de la catequesis, el Documento cierra el paréntesis y retoma el hilo conductor unitario, entrando así en el tema fundamental de los lugares de formación de los discípulos misioneros.

6. Lugares de formación de los discípulos-misioneros

Esta es la última gran subdivisión del capítulo 6, a la que le dedica 46 números. Después de haber presentado el cómo se da el proceso de formación del discípulo-misionero, se propone abordar en profundidad el dónde se verifica ese proceso, es decir, cuáles son las instituciones eclesiales que forman a los cristianos de nuestro continente.

6.1 La familia

La primera escuela de la fe en América Latina es la familia. No sólo en ella se comienzan a dar los primeros pasos en la vida o se inicia el proceso de incorporación de valores humanos y cívicos, sino también allí es donde se conoce a Dios y se participa junto a los suyos en la respectiva comunidad eclesial. Por este motivo, la pastoral familiar ha de ofrecer a los padres abundantes posibilidades materiales y pastorales para que ellos puedan potenciar su papel de educadores en la fe de sus hijos.

6.2 Las parroquias

El segundo lugar, puesto en primerísimo orden junto a la familia, es la parroquia, considerada como célula viva de la Iglesia, en la que la mayoría de los fieles tienen una experiencia concreta de Cristo y la Iglesia.

Dos aspectos pone de relieve el Documento con respecto a la parroquia. El primero se refiere a la dimensión comunitaria que toda parroquia ha de estimular en sus participantes, lo cual se adquiere a través de múltiples expresiones comunitarias, entre las que se destaca la celebración dominical de la eucaristía, y que deben estimular el crecimiento en la fe y en la caridad. El segundo apunta a que la parroquia sea verdaderamente un centro de formación permanente, que asegure el acompañamiento y maduración de todos los agentes pastorales y que anime a los laicos a su inserción en el mundo.


6.3 Las pequeñas comunidades eclesiales

En tercer lugar, se refiere a las pequeñas comunidades eclesiales. Destaca en ellas que ha habido, en los últimos años, un crecimiento en la espiritualidad de comunión y que en éstas se abre un espacio propicio para escuchar la Palabra de Dios, para vivir la fraternidad, para animar en la oración, para profundizar procesos de formación en la fe y para fortalecer el exigente compromiso de ser apóstoles en la sociedad de hoy. Es importante que ellas permanezcan unidas a la respectiva parroquia, en plena comunión de vida e ideales, de manera que a su vez la parroquia vaya actualizando su condición de comunidad de comunidades. Aparecida, además, hace un llamamiento a reanimar los procesos de formación de pequeñas comunidades en el continente, pues en ellas hay una fuente de vocaciones al sacerdocio, a la vida consagrada y a la vida laical, y a través de ellas se puede llegar a muchas personas que se han alejado de la Iglesia.

6.4 Los movimientos eclesiales y nuevas comunidades

En seguida el Documento se detiene en los movimientos eclesiales y nuevas comunidades, los que considera un don del Espíritu Santo para la Iglesia. Afirma de ellos que son un lugar en donde los fieles pueden formarse cristianamente, crecer y comprometerse apostólicamente hasta ser verdaderos discípulos-misioneros. Dado su carácter carismático, lo que no debe jamás entenderse como un contraste o contraposición con la dimensión institucional de la Iglesia, pueden llegar a ser una excelente oportunidad para que muchas personas alejadas puedan tener una experiencia de encuentro vital con Jesucristo y así recuperen su identidad bautismal y su activa participación en la vida de la Iglesia.

Seguramente haciéndose cargo de posibles tensiones que en algunas partes del continente se han dado con diversos movimientos, el Documento invita a estas comunidades a integrarse más plenamente en la vida pastoral diocesana y también invita a la comunidad diocesana a acogerlos con toda su riqueza espiritual y apostólica.

6.5 Los Seminarios y Casas de formación religiosa

En un documento de esta naturaleza, no podía faltar una reflexión en torno a los seminarios y casas de formación religiosa, ya que en ellos se forman los discípulos-misioneros por antonomasia. Concede un puesto importante a la pastoral vocacional, que no debe limitarse únicamente al ministerio sacerdotal o a la vida consagrada, sino que ha de considerar también el discernimiento vocacional para la vida laical. No obstante el esfuerzo que se puede desplegar en conseguir más vocaciones de todo tipo, hay que considerar que ellas son, sobre todo, un don de Dios y, por eso, hay que rogar al dueño de la mies para que envíe operarios.

Con respecto a los Seminarios, Aparecida destaca que los futuros presbíteros han de formarse en un ambiente similar al de la comunidad apostólica en torno a Cristo Resucitado: oración en común, vida litúrgica, conocimiento de las enseñanzas del Señor en las Sagradas Escrituras, servicio pastoral, vivencia de la caridad; todo esto para ir moldeando en los seminaristas el corazón de Jesús Buen Pastor.

De igual forma, indica algunos aspectos relevantes en la vida de los Seminarios, tales como la importancia de contar con buenos y preparados Formadores, hacer una adecuada selección de los candidatos al sacerdocio, elaborar proyectos educativos que ofrezcan a los seminaristas un verdadero proceso integral centrado en Jesucristo, a partir de una sólida espiritualidad, que desarrolle también un amor tierno y filial a María.

Aparecida enfatiza, además, que se debe prestar particular atención a la formación humana, en especial la afectiva, hacia la madurez de la persona, de manera que la vocación al ministerio sacerdotal como hombres célibes sea un proyecto estable y definitivo de los formandos, en medio de una cultura que exalta lo desechable y lo provisorio. Exhorta a que el ambiente de los Seminarios sea de una sana libertad, incentivando la responsabilidad personal. Pide que en ellos haya una formación intelectual seria y profunda, en el campo de la filosofía, teología, ciencias humanas, misionología, con atención crítica al contexto cultural del presente, y con reforzado conocimiento de la Palabra de Dios. Los jóvenes provenientes de familias pobres o de grupos indígenas deben recibir una formación inculturada. Recuerda, finalmente, que la formación en el Seminario no es nunca acabada, ya que debe prolongarse en la formación permanente del presbítero.

6.6 La Educación Católica

El último lugar considerado por los Obispos en Aparecida como ambiente de formación de los discípulos-misioneros es la educación católica. Aquí nuevamente se advierte un salto en el hilo conductor. Un biblista diría que se trata de una sutura redaccional, es decir, en este punto se agregó un texto de otra tradición o de otra mano, pues cambia el lenguaje; por ejemplo, ya no se habla de “discípulos-misioneros”, sino que en un único número se dice dos veces “discípulos y misioneros”, en tanto que se insiste en repitas ocasiones en la formación de la persona humana o del ser humano. También cambia el estilo, debido a que el texto aquí plantea más bien lo que puede y debe ser la educación católica en el continente. Esto no debiera extrañarnos, ya que es un texto elaborado colectivamente y, por consiguiente, es muy difícil mantener una absoluta coherencia literaria y estilística.

El texto en esta parte comienza con una constatación de cómo se plantean hoy las reformas educacionales en América Latina. Preocupa que la educación esté básicamente enfocada en la adquisición de conocimientos y habilidades, evidenciando un claro reduccionismo antropológico. Además, frecuentemente se propicia la inclusión de factores contrarios a la vida, la familia y una sana sexualidad. Por estas razones, se está inculcando una educación desvinculada de los valores más elevados de los seres humanos y ajena al auténtico espíritu religioso de los jóvenes. La escuela, por el contrario, debiera ser un “lugar privilegiado de formación y promoción integral, mediante la asimilación sistemática y crítica de la cultura, cosa que logra mediante un encuentro vivo y vital con el patrimonio cultural” (Aparecida, 329). De esta forma, las disciplinas que se enseñan no son sólo un saber por adquirir, sino también valores por asimilar y verdades por descubrir. En este sentido, es fundamental que la escuela ponga de relieve la dimensión ética y religiosa de la cultura para que el proceso de humanización y personalización del ser humano sea completo.

Una vez establecidas las premisas sobre la educación, el texto se refiere más en particular a la escuela y a la Universidad católicas.

a) Los centros educativos católicos:

Para referirse a los centros educativos católicos, Aparecida señala que la educación propiamente cristiana “educa hacia un proyecto de ser humano en el que habite Jesucristo con el poder transformador de su vida nueva” (Aparecida, 332). Esta dimensión recapituladora de Jesucristo es lo que permite integrar la dimensión trascendente del ser humano con su dimensión inmanente, la que hace confluir lo religioso con lo mundano.

Desde esta perspectiva, la Iglesia no puede sustraerse a la misión de participar en la educación, ya que a través de ella cumple con su finalidad evangelizadora, y por eso enuncia varios principios que deben orientar la educación en la sociedad civil, tales como la libertad de enseñanza ante el Estado, el derecho a una educación de calidad especialmente de los más pobres, los padres primeros y principales educadores de sus hijos que ha de ser garantizado por el Estado entre una pluralidad de proyectos educativos.

El texto, además, llama a una profunda renovación de la Escuela católica que implique rescatar la identidad católica de estos establecimientos. Esto será posible en la medida que dicha renovación promueva la formación integral de la persona humana, teniendo como fundamento a Jesucristo, estimule la identidad eclesial y cultural con excelencia académica y, además, genere solidaridad y caridad con los más pobres. Para conseguir esta renovación católica, se propone que la educación en la fe sea integral y transversal en todo el currículo, lo cual convertirá a la escuela en formadora de discípulos-misioneros.

b) Las universidades y centros superiores de educación católica

Con respecto a las Universidades e Institutos Superiores de educación, el Documento es más bien escueto; reafirma que ellos están llamados a cooperar en la misión evangelizadora de la Iglesia y, por eso, sus actividades han de vincularse y armonizarse con esa misión. En las Universidades debe darse de manera excelente el diálogo fe y razón, fe y cultura, y procurar una adecuada formación de profesores, alumnos y administrativos a través de la Doctrina Social y Moral de la Iglesia para que sean capaces de un compromiso solidario con la dignidad humana y la comunidad entera.

En este contexto, la pastoral universitaria debe acompañar a todos los miembros de la comunidad universitaria en su encuentro personal y comprometido cada vez más cercano a Jesucristo.

Finalmente, dedica unas palabras a los Centros e Institutos de Teología y Pastoral estimulándolos a asumir con entusiasmo la formación y actualización en estas disciplinas de los agentes de pastoral. Se valoriza positivamente el surgimiento en los últimos años de varios de estos centros, así como también la rica reflexión filosófica, teológica y pastoral después del Concilio Vaticano II en la Iglesia Latinoamericana.

Concluye alentando a las diócesis, congregaciones religiosas, agrupaciones de laicos que mantienen escuelas u otras instituciones educacionales básicas, medias o superiores a proseguir incansablemente en su abnegada e insustituible misión apostólica.

7. Palabras finales

No quisiera terminar estas palabras sin antes manifestar y compartir con los aquí presentes algunas impresiones personales que me surgen de la lectura de este texto.

Creo que el capítulo 6 de Aparecida es un gran y serio esfuerzo para dar respuesta a una constatación que seguramente se hizo sentir en Aparecida: los tiempos actuales exigen, de parte nuestra, una acción decidida para mejorar la formación de los agentes pastorales, ordenados, consagrados y laicos, a partir de la categoría que traspasa todo el documento, es decir, la de ser discípulo-misionero.

Asimismo, me parece un gran acierto de esta Asamblea General del Episcopado Latinoamericano que se hayan integrado ambas dimensiones, la de discípulo y la de misionero, en una sola síntesis. No se puede ser discípulo de Jesús, si no se siente la necesidad de comunicar a otros la alegría de seguir al Señor; tampoco se puede ser misionero, si no ha habido una profunda conversión que lo transforme en discípulo del Maestro. No son dos etapas separadas de un proceso, sino más bien dos caras de la misma moneda.

Me parece, además, que se ha utilizado el mejor punto de partida para proponer el itinerario formativo que hemos esbozado. Posar la mirada en el camino que hicieron los primeros discípulos, según nos lo narra el cuarto evangelio, no sólo permite beber de la fuente inagotable de la Escritura, sino también nos conduce a contemplar la acción misma de Jesús.

Creo firmemente que este Documento de Aparecida entrega todos los elementos necesarios para que nuestra pastoral se vea profundamente animada por el Espíritu y así se pueda desplegar en nuestro continente una acción de miles de discípulos-misioneros para que nuestros pueblos tengan en el Señor vida abundante. Pero, por sobre todo, creo que nosotros, agentes pastorales llamados a conducir este gran proceso, tenemos la gran posibilidad para dejarnos tocar por lo que aquí se dice y renovarnos así en esta gran vocación que significa ser uno más de los discípulos-misioneros de Jesucristo.