AGOSTO 2007 / NÚMERO 6

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¿Es Chile un país solidario?

La respuesta del pueblo chileno ante quienes sufren necesidades imperiosas suele ser inmediata, abundante y generosa. Solemos llenarnos de orgullo al ver cómo asistimos con grandeza de espíritu a las campañas para socorrer a las familias damnificadas tras un temporal, a quienes quedan sin casa luego de un terremoto o a los niños que luchan por superar sus discapacidades físicas para insertarse en la sociedad. Entonces las autoridades gubernamentales, los medios de comunicación, e incluso en la mesa familiar se comenta con cierto regocijo aquella característica tan propia de los chilenos: la solidaridad.

¿Pero es posible reducir la solidaridad a aquella actitud de respuesta inmediata ante catástrofes? ¿Puede preciarse de ser solidaria una sociedad que reacciona ante las necesidades urgentes, pero no es firme ni decidida para erradicar la carencia de las más básicas? ¿Puede celebrar un país su espíritu solidario si aún no hay en él verdadera justicia social?

La Doctrina Social de la Iglesia ha definido ciertos principios permanentes sobre los cuales basa su enseñanza. Uno de ellos es el llamado principio de solidaridad, y nace del hecho de que nadie vive solo, sino que todos somos interdependientes. Según este principio, cada persona está indisolublemente ligada al destino de la sociedad a la cual pertenece, es decir, su actuar repercute siempre en los demás miembros de la comunidad humana. El término solidaridad deriva de “sólido”, “compacto”. Realidad totalmente distinta a lo “disperso”, a lo “etéreo”.

La solidaridad exige que todos los hombres y mujeres, y las comunidades que ellos integran, participen en la gestión de todas las actividades de la vida económica, política y cultural. Esto implica superar el modo de vivir puramente individualista. Y no sólo eso, sino que también significa asumir la cuota de responsabilidad que a cada uno le cabe en la construcción de una sociedad mejor, más justa, más equitativa, con igualdad de oportunidades para cada hijo e hija de la patria.

Pero en Chile, con demasiada frecuencia, olvidamos que la caridad exige la justicia. No se puede dudar de las excelentes intenciones y resultados de cientos de campañas de beneficencia que en nuestro país buscan soluciones definitivas o parciales para asuntos de urgencia social. Algunas de ellas incluso junto con aliviar el yugo de los más necesitados, logran alertar acerca de los problemas subyacentes a aquellas necesidades a las que apuntan y que, generalmente, hallan su origen en los enormes desequilibrios de nuestra nación y en las escandalosas brechas que separan a los sectores más acomodados de los menos favorecidos.

Por eso hay que ser muy conscientes al momento de colaborar, de comprometerse con un aporte financiero o de otro tipo. Todas estas acciones demuestran mucho amor, pero Juan Pablo II ya advertía que no debíamos confundir la solidaridad con un “sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, (la solidaridad) es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos” (Encíclica La Preocupación Social de la Iglesia, 38).

La solidaridad requiere la voluntad de entregarnos siempre por el bien de nuestros prójimos. Así, no sólo la comprendemos como un fundamento de la vida social, sino que también descubrimos que es una virtud moral que cada persona debe desarrollar.

Ser solidarios es una determinación firme y constante a la que debemos apuntar como católicos si queremos construir un Chile donde el Evangelio del Señor se haga realidad en la vida social.

+ Cristián Contreras Villarroel
Obispo Auxiliar de Santiago