JULIO 2007 / NÚMERO 5

volver

Homenaje de la Cámara de Diputados en memoria del Cardenal Raúl Silva Henríquez, en el centenario de su nacimiento

El señor WALKER (Presidente).- Por acuerdo unánime de los Comités, corresponde rendir homenaje en memoria del cardenal Raúl Silva Henríquez, con ocasión de cumplirse cien años de su nacimiento.

Agradezco la presencia de todos quienes nos acompañan desde las tribunas. Excúsenme por no nombrarlos a todos: monseñor Cristián Contreras Villarroel, obispo auxiliar de Santiago y vicario general del Arzobispado de Santiago, y, además, en representación del cardenal Errázuriz; don Sergio Torres, rector de la Universidad Cardenal Silva Henríquez; don José Lino Yánez, vice gran canciller de la misma universidad; monseñor Tomás González, obispo emérito de Punta Arenas; el padre Antonio Díaz, secretario del cardenal Silva durante varios años; Javier Luis Egaña, María Paz Vergara, Enrique Palet y otras personas ligadas al cardenal.

Muchas gracias por acompañarnos.

En primer lugar, tiene la palabra el honorable diputado Eugenio Bauer, en representación de la Unión Demócrata Independiente.

El señor BAUER (de pie).- Señor Presidente, honorable Cámara, autoridades eclesiásticas que nos acompañan, la bancada de parlamentarios de la Unión Demócrata Independiente me designó para rendir homenaje en memoria del cardenal Raúl Silva Henríquez.

“Me preguntan por el país que sueño o que deseo, y debo decir que mi deseo es que en Chile el hombre y la mujer sean respetados. El ser humano es lo más hermoso que Dios ha hecho. El ser humano es “imagen y semejanza” de la belleza y de la bondad de Dios. Quiero que en mi patria el ser humano, desde que es concebido en el vientre de una mujer hasta que llega a la ancianidad, sea respetado y valorado. De cualquier condición social, de cualquier pensamiento político, de cualquier credo religioso, todos merecen nuestro respeto.”

Ese es el pensamiento que, en mi concepto, refleja de la mejor manera lo que el cardenal Raúl Silva Henríquez quería para la sociedad chilena.

Don Raúl anhelaba un país de hermanos, con respeto a la dignidad del hombre y de la mujer, con respeto irrestricto a la criatura en el vientre materno, con respecto irrestricto a los jóvenes, con respeto irrestricto a los ancianos, con respeto irrestricto a los trabajadores.

Don Raúl nos llamó a ser tolerantes entre las distintas visiones políticas y entre los distintos credos religiosos. Sin duda, anhelaba una sociedad más justa y más solidaria entre nosotros. El cardenal Silva Henríquez amó, sobre todas las cosas, a los chilenos. Describía al pueblo de Chile como noble y generoso y, sobre todo, muy leal.

Al mundo político y a los servidores públicos les pedía que sirvieran al país, pero con responsabilidad, y que sus ejes fundamentales fueran la justicia y la libertad.

Sin duda, don Raúl fue un hombre relevante para la historia de nuestro país. Defendió sus convicciones con mucha fuerza y tesón. Desafió sin temor al gobierno militar, con el cual tenía fuertes discrepancias respecto del rol que debía jugar la Iglesia durante ese gobierno.

No obstante, su legado trasciende las disputas políticas contingentes. Su legado se plasma en su idea de igualdad en todos los ámbitos del quehacer nacional.

El cardenal Silva Henríquez siempre compartió con los jóvenes su fe y su amor por Jesucristo; fe y amor que trascienden con su partida, ya que su legado fue grande, y no me cabe duda de que ha quedado impregnado en muchos corazones de chilenos.

Su vida, su obra y su destino fueron una conjunción de tareas que lo llevaron a forjar una vida llena de espiritualidad, sin dejar nunca de lado la realidad terrenal del pueblo chileno.

Silva Henríquez destacó no sólo por su labor a los pies de la Iglesia Católica, sino como un hombre que supo guiar, enseñar y entregar todo de sí por un país mejor, por un país sin diferencias, por un país de igualdad y de justicia, principalmente para los más desposeídos.

Por esa razón, hoy, en este hemiciclo, quiero finalizar este homenaje recordando emotivas palabras de nuestro cardenal Raúl Silva Henríquez: “Hijos míos: no rehúyan el llamado del Maestro a caminar con él. No pregunten por qué ni adónde los llama. Corran con él la aventura de la fe. Experimentarán que nada hay, fuera de Él, que les entregue esperanza y salvación duraderas. Acérquense al Señor en los sacramentos y escúchenlo en la oración, para que por sobre todas las cosas sean capaces de un amor sin límites. Amen sus propias vidas juveniles donde Dios habita. Amen a los demás jóvenes que abrigan tantas esperanzas en ustedes. Amen a sus padres y familiares y tengan por ellos actitudes de comprensión y de perdón. Amen a la Iglesia y a sus pastores y ayúdenla para que sea fiel al Evangelio. Amen a la humanidad y al mundo y háganse servidores y constructores del reino, pero para poder amar con la intensidad necesaria, no olviden amar al Señor con todo el corazón, con todas las fuerzas y con toda el alma. Que la Virgen María, madre de los jóvenes, los acompañe. Que ella sea el modelo de todos ustedes”.

He dicho.

-Aplausos.

El señor WALKER (Presidente).- En nombre de la Democracia Cristiana, tiene la palabra el honorable diputado Juan Carlos Latorre.

El señor LATORRE (de pie).- Señor Presidente, es para mí un gran honor, en representación de la Democracia Cristiana, rendir homenaje al centenario del nacimiento de nuestro querido cardenal Raúl Silva Henríquez, quien nació en Talca el 27 de septiembre de 1907.

Envío un saludo especial a quienes, desde la tribuna, nos acompañan en este homenaje que rinde nuestra Cámara de Diputados.

“Raúl, amigo, el pueblo está contigo”.

La vida de un hombre ejemplar es honrada por miles de testimonios que día a día conforman las páginas de su historia. Todo lo que se pueda reiterar respecto de su vida sacerdotal, como de su vida y labor arzobispal, nos enseña la ejemplar vida de un verdadero pastor que, con cariño, inteligencia, firmeza y mucha sabiduría, orientó a miles de chilenos en momentos decisivos de la vida de nuestra patria, y siempre supo acoger, brindando amparo y comprensión, a aquellos que no pensaban como él.

Sí, un verdadero pastor que imponía siempre un ambiente de respeto y cordialidad con su presencia en cualquier lugar, y que con su dignidad paternal de hombre agradecido, siempre mostraba su disposición a relacionarse con los demás y a contribuir a su bien.

Constituye un deber ciudadano y, desde luego, para esta Cámara de Diputados, rendir homenaje a personajes tan relevantes para nuestra nación y que tanto han aportado a la construcción de un compromiso permanente por el respeto a la dignidad de la persona y, especialmente, por su preocupación por los más necesitados.

La bella y larga historia de Raúl Silva Henríquez está llena de testimonios y realizaciones que nos muestran su disposición y la de la iglesia de su tiempo, por “aliviar la carga social a los más pobres”, porque, como tantas veces dijo: “Son los privilegiados de Dios y a ellos se debe nuestro mayor esfuerzo y dedicación”.

Insisto en que cada momento de su vida y vocación sacerdotal, que se inicia ya a los 22 años, cuando ingresa a la congregación salesiana, en Santiago, después de sus estudios de derecho en la Universidad Católica, constituye una muestra de su ejemplar inclinación hacia Dios y compromiso social, manifestado en múltiples realizaciones.

Todos quienes estudiamos en el viejo edificio de Moneda 1661 y siempre vimos su nombre en el Cuadro de Honor del colegio, nos preguntamos por qué resultó ser un sacerdote salesiano. Yo mismo se lo pregunté en más de una oportunidad y entre carcajadas me comentaba que los padres alemanes nunca advirtieron su temprana vocación, y que, por el contrario, siempre lo mantuvieron al borde de la expulsión, por no asumir plenamente la férrea disciplina que el colegio imponía a sus discípulos.

Su risa se debía a que siempre que recordaba sus nombramientos en cargos de mayor jerarquía en la Iglesia Católica, mayores eran las explicaciones que le daban los sacerdotes de la congregación del Verbo Divino para que les perdonara su escasa visión, la que no les permitió advertir, oportunamente, que se encontraban frente a un personaje que sería tan importante en la historia de nuestro país.

El mismo dijo a los salesianos: “Quiero hacer lo que el Señor quiera, y me he encontrado con una dificultad tan grande para llegar a los jesuitas, y con ustedes me he encontrado, en cambio, con una facilidad enorme. Déjenme conocer un poco quién es Don Bosco, quiénes son los salesianos”. Además, escribiría: “Pasé todo el verano del 27, estudiando a Don Bosco, que sería canonizado recién siete años después. Me maravillé con su inusual experiencia de Dios. Había en su vida una relación sobrenatural, pero sin las apariencias clásicas; una relación carismática y, al mismo tiempo, intensamente humana”. En estas palabras del cardenal Raúl Silva Henríquez, ya se advierte lo que sería la vocación de toda su vida.

En 1938 fue ordenado sacerdote, momento en el cual inicia una larga tarea y una vida de responsabilidades dedicadas a distintas tareas en la Iglesia Católica, destacando en la jerarquía eclesiástica con múltiples roles.

En 1959, es nombrado obispo de Valparaíso; en 1961, arzobispo de Santiago, y en 1962, cardenal de la Iglesia Católica. En numerosas oportunidades desempeñó el cargo de presidente de la Conferencia Episcopal de Chile y como arzobispo de Santiago le cupo una activa participación en el Concilio Vaticano II, en sus cuatro sesiones, destacándose como una de las figuras más preclaras de la Iglesia de América Latina. Fue legado papal al Congreso Mariano que Santo Domingo en 1965; participó en el Primer Sínodo Mundial de Obispos convocado por el Papa Pablo VI en septiembre y octubre de 1967, y en la Tercera Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, en Puebla, en 1979. Le tocó participar en los cónclaves que eligieron a los Papas Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II. Fue miembro de las Sagradas Congregaciones para la Educación Católica, para el Culto Divino y para el Clero, e integrante para la reforma del Código de Derecho Canónico. En fin, como arzobispo de Santiago, fue el Gran Canciller de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Podríamos extendernos largamente en sus múltiples realizaciones y roles trascendentales que asumió en la Iglesia Católica y en el país.

Como pastor de la Iglesia organizó la arquidiócesis en decanatos, zonas pastorales y vicarias especializadas; también dio vida a numerosas instituciones de formación religiosa, de promoción social, de defensa de la justicia y de los derechos humanos, como el Comité Pro Paz y, posteriormente, la Vicaría de la Solidaridad.

El 1 de enero de 1975 nació la Vicaría de la Solidaridad, encabezada por el sacerdote Cristián Precht. A ella acudieron, durante todos los años siguientes, las víctimas de violaciones a los derechos humanos y sus familiares a pedir asistencia legal, laboral y médica; toda clase de ayuda, también consuelo.

A propósito de ella, durante el fin de semana se produjo el fallecimiento de monseñor Juan de Castro, quien fuera vicario de la Solidaridad y colaborador de la Iglesia en la línea de lo que fue la acción del cardenal Silva Henríquez. Un homenaje cariñoso también para él.

En 1978, en Naciones Unidas, el cardenal Silva Henríquez dijo: “La iglesia no puede callar. Sería como traicionarse a sí misma; sería, también, dejar al hombre, a la humanidad, sin su conciencia, y sin la voz de la conciencia el hombre se pierde, ya no es capaz de distinguir entre el bien y el mal”.

Quiero señalar, sin pretender extenderme en este homenaje, que esta idea de ser la voz de los que no tienen voz, constituye, también, una experiencia notable de su labor como pastor en nuestro país. En años muy difíciles, fue capaz de hacer que esta idea se transformara en un elemento central de la acción política y social y que a través de un movimiento ciudadano pacífico, pretendía reestructurar, reorientar, la situación que vivía nuestro país, particularmente, intentando la redemocratización del mismo. Son muchos los testimonios que podemos dar quienes, en esa época, como dirigentes gremiales de distintas instituciones, vimos en el mensaje del cardenal Raúl Silva Henríquez la línea de orientación para la recuperación de la dignidad de las personas en nuestro país.

En su momento y en su presencia, cientos de dirigentes sociales y gremiales le manifestamos nuestro reconocimiento y cariño por su llamado a que todos fuéramos “voz de los que no tienen voz”.

“Raúl, amigo, el pueblo está contigo”.

El cardenal Raúl Silva Henríquez falleció en Santiago el 9 de abril de 1999. Su muerte nos conmovió a todos y permitió que el país entero se enfrentase, por primera vez, a la historia verdadera de la última mitad del siglo pasado.

El cardenal Raúl Silva Henríquez fue, durante décadas, un fuerte signo de esperanza, de fe y, también, de contradicción.

Al respecto, en esta Cámara política por excelencia, quiero destacar cómo Raúl Silva Henríquez fue también una persona que nos mostró, a partir de su contradicción, el rol que los distintos sectores políticos estábamos llamados a cumplir en nuestro país.

Él fue un signo de contradicción para la Derecha, pues hizo salir a sectores importantes del clero, del confesionario a la reforma social. En su época, se negó a lanzarse en contra de los gobiernos, declarándose siempre servidor de aquellos que vivían situaciones de persecución. Así ocurrió con los detenidos durante el régimen militar, defendiendo los derechos humanos. Para ello fundó, como dije, el Comité Pro Paz y la Vicaría de la Solidaridad; más tarde, la Academia de Humanismo Cristiano, y en 1977, la Vicaría de la Pastoral Obrera, primera institución de la Iglesia Católica, en el mundo, de esta naturaleza. “Su creación, dijo después, fue un paso enorme que nos dio credibilidad en ese sector tan numeroso e importante del país”. Nació de una necesidad pastoral evidente, pero también fue causa de roces inevitables con el gobierno, que no veía con buenos ojos, en esa época, el papel que la iglesia estaba jugando.

Fue un signo de contradicción para la Democracia Cristiana, mi partido. El cardenal, a pesar de su innegable ideario socialcristiano, nunca se sumó a estrategias de ruptura con la institucionalidad vigente. Siempre llamó a la defensa de los derechos humanos y a la unida de acción de cristianos, laicos e, incluso, marxistas, sellando, definitivamente, el no confesionalismo de la Iglesia Católica, lo cual incomodó a sectores tradicionales que vieron no solamente en la Democracia Cristiana, sino también en otros partidos, que éste debía tener una suerte de opción preferente sobre el mundo católico y una vocería especial a la hora de expresar sus principios.

Fue un signo de contradicción para la izquierda, pues, de un plumazo, derribó aquellos eslóganes que decían que la religión era el “opio del pueblo”, lo cual desmoronó las maniobras electorales de intelectuales y políticos que, siendo descubridores tardíos del laicismo, veían que a la sociedad no le gustaba el rol de la Iglesia Católica frente a la reforma social.

Raúl Silva Henríquez nos dijo: “Tenemos que luchar todos para que en Chile cada uno tenga lo que corresponde. Sólo con la justicia y con la verdad existe la real grandeza de los pueblos. Quizás la dignidad humana debiera ser el norte definitivo de la vida social, por lo cual la violación de los derechos fundamentales es inaceptable.

Por lo mismo, el régimen democrático de gobierno vale, y que sin una mínima amistad cívica entre los políticos éste se derrumba; que frente a la modernización capitalista que vivimos se requieren muchas pequeñas vicarías de la solidaridad, distintas a la pura filantropía que acogen a los numerosos perdedores, víctimas del sistema; que si las fuerzas espirituales de un país no están dirigidas por fanáticos, se constituye en una reserva invaluable de moral y decencia para su sociedad; que, contra lo que muchas veces podemos creer, los titulares de los diarios y los programas televisivos no cambian la historia, menos aún, la borran”.

Cuando recordamos todo esto y analizamos lo que hoy vivimos como país, quienes tuvimos el privilegio de conocer a Raúl Silva Henríquez no podemos dejar de pensar que hoy su mensaje tiene aún más relevancia y que en torno a su figura debiéramos ordenar nuestra acción política, poniéndola al servicio de los más necesitados, de los pobres y de los adultos mayores. Que en la construcción del futuro no olvidemos nunca su testimonio.

Querido Raúl, amigo, estaremos siempre contigo.

He dicho.

-Aplausos.

El señor WALKER (Presidente).- En nombre del partido Renovación Nacional, tiene la palabra el diputado Maximiano Errázuriz.

El señor ERRÁZURIZ (de pie).- Señor Presidente, estimados colegas, familiares de monseñor Raúl Silva Henríquez, señores obispos, en nombre de Renovación Nacional rindo homenaje en memoria de quien fuera cardenal y arzobispo de Santiago, monseñor Raúl Silva Henríquez, fallecido el 9 de abril de 1999.

Si bien no tuve la oportunidad de conocerlo mucho personalmente, sí lo hice a través de sus obras y de terceras personas.

En cuanto a sus obras, don Raúl fue salesiano, aunque quiso ser jesuita. Siendo alumno de la carrera de derecho de la Universidad Católica, al despertarse su vocación sacerdotal, quiso hablar con un jesuita, pero éste le dijo que volviera otro día, por lo que prefirió tomar contacto con los salesianos.

En su formación, ejerció una enorme influencia el padre Valentín Panzarasa Negri, sacerdote italiano que llegó a Chile en 1910, y que fue director del Seminario Salesiano de Macul y del colegio Patrocinio de San José. Además, fue profesor de moral en la Universidad Católica de Chile, y en 1936 fue nombrado director del Seminario Mayor Salesiano de La Cisterna. Sobre su persona, monseñor Silva Henríquez dijo: “Le debo al padre Panzarasa mis primeros contactos profundos con los problemas sociales.”

Entre los alumnos del padre Panzarasa podemos nombrar a Eduardo Frei Montalva y a Bernardo Leighton, sobre los que influyó con la misma fuerza que en el futuro cardenal arzobispo de Santiago.

También, ejercieron sobre él una influencia muy fuerte el padre Fernando Vives y don Abdón Cifuentes.

El Papa Juan XXIII nombró a don Raúl obispo de Valparaíso, en 1959, y dos años más tarde, en 1961, arzobispo de Santiago.

Realizó una reforma agraria en tierras que pertenecían a la Iglesia Católica y las entregó en propiedad a los campesinos. Luego, fue el gran impulsor de la reforma agraria en nuestro país, la que se inició en forma muy débil durante el gobierno del Presidente Jorge Alessandri, presionado -según me lo dijo una vez- por John Kennedy, Presidente de Estados Unidos, y por la Alianza para el Progreso.

La reforma agraria continuó durante el gobierno del Presidente Eduardo Frei Montalva y se acentuó en el gobierno del Presidente Allende.

Hace un momento, dije que conocí a don Raúl a través de terceros. En efecto, no puedo olvidar el 11 de agosto de 1967, cuando la casa central de la Universidad Católica fue tomada por los estudiantes de la federación de esa casa de estudios, encabezada por Miguel Ángel Solar, alumno de medicina. Lo recuerdo, porque en esa época con Jaime Guzmán encabezábamos el centro de alumnos de la Escuela de Derecho. También, se tomaron la Escuela de Periodismo, ubicada en calle San Isidro. Los estudiantes pedían la salida del rector, monseñor Alfredo Silva Santiago, y exigían participación en el Consejo Superior de la Universidad Católica. Don Alfredo Silva se negaba a ello, porque consideraba que eso significaba un cogobierno.

Monseñor Silva Henríquez se reunió con los jóvenes que acompañaban a Miguel Ángel Solar y los apoyó en sus reivindicaciones estudiantiles.

Finalmente, dejó el cargo de rector don Alfredo Silva, quien fue sustituido por Fernando Castillo Velasco, y los estudiantes lograron la ansiada participación con derecho a voz y a voto en el Consejo Superior de la Universidad Católica.

A consecuencia de la salida de don Alfredo Silva y, especialmente por la forma en que ésta se produjo, renunciaron los profesores de derecho Alejandro Silva Bascuñan y Víctor García, entre otros.

Anteriormente, señalé que el cardenal Silva Henríquez fue obispo de Valparaíso entre 1959 y 1961. ¿Por qué estuvo tan poco tiempo? Ocurrió que en Santiago falleció monseñor José María Caro, a los 92 años. Para sucederlo se barajaban diversos nombres, como Alfredo Silva Santiago y Manuel Larraín, obispo de Talca, pero sorpresivamente el Papa Juan XXIII designó a Raúl Silva Henríquez.

Su apoyo a la toma de la casa central de la Universidad Católica le jugó una mala pasada, pues al año siguiente de ese acontecimiento, un grupo de jóvenes se tomó la Catedral de Santiago, esperando el mismo apoyo que había dado a los estudiantes universitarios. Pero fueron duramente reprimidos por monseñor Silva Henríquez.

Más tarde, durante el gobierno militar, el cardenal validó la ley de amnistía de 1978, pensando que de esa forma podría lograrse el entendimiento entre los chilenos.

Monseñor Silva Henríquez gobernó la Iglesia Católica chilena durante 22 años, hasta 1983, año en que fue reemplazado por monseñor Juan Francisco Fresno.

Tuve la ocasión de visitarlo horas antes de su fallecimiento. Fue un hombre que murió en paz consigo mismo, el 9 de abril de 1999. En su testamento espiritual señaló: “He buscado a lo largo de mi vida amar entrañablemente a mi Señor... A Él he buscado servir como sacerdote y obispo... Mi palabra es una palabra de amor a la Santa Iglesia. Mi palabra es una palabra de amor a Chile. He amado intensamente a mi país. Es un país hermoso en su geografía y en su historia. Hermoso por sus montañas y sus mares, pero mucho más hermoso por su gente. El pueblo chileno es un pueblo muy noble, muy generoso y muy leal.”

He dicho.

-Aplausos.

El señor WALKER (Presidente).- En representación del Partido por la Democracia y el Partido Radical Social Demócrata, tiene la palabra la diputada señora Carolina Tohá.

La señora TOHÁ (de pie).- Señor Presidente, es un gran honor para mí participar en este homenaje al cardenal Raúl Silva Henríquez en nombre de las bancadas de diputados del Partido por la Democracia y del Partido Radical.

El Cardenal Raúl Silva Henríquez fue un hombre que pasó por la vida causándonos incomodidades, venciendo inercias y lugares comunes. No era un curita dulce y comprensivo. Era un sacerdote firme; algunos lo consideraron huraño, pero tenía una sonrisa conmovedora y conmovida.

Conmovida con los dilemas de su época, con las posibilidades que se abrieron para los más humildes y con las que se cerraron; conmovida con esa alma de Chile de la que él habló y fue capaz de sentir sus latidos cuando todo era confusión y oscurantismo.

Conmovida con los niños y los jóvenes a los que tanto se dedicó. Primero, como educador, una de las tareas a las que estuvo abocado durante toda su vida, especialmente, en la primera mitad de su sacerdocio. Fue profesor y director de colegios, fundador de la Federación de Colegios Particulares Secundarios (Fide), promotor de la capacitación de los trabajadores. En honor a esa labor como educador, hoy una universidad lleva su nombre.

Pero, también, fue un firme defensor de la juventud, de las distintas juventudes de varias generaciones que acompañaron sus largos años como sacerdote, obispo y cardenal.

Entendió y acogió a los jóvenes de los 60, con su entusiasmo reformista y su vocación por el cambio social. A veces, también peleó con ellos, pero siempre desde la legitimación de sus sueños.

Defendió como un león el derecho a pensar y a expresarse de los jóvenes de los 70 y de los 80, y buscó protegerlos de la represión y la persecución de esos años.

Y, en los 90, ya al final de su vida, cuando se puso de moda decir que los jóvenes “no estaban ni ahí”, insistió en la importancia de considerarlos. Para él, el entusiasmo de la juventud era un motor señero de la historia, de todas las historias. Por eso, repitió tantas veces que era necesario entender a los jóvenes, conversar con ellos, escucharlos, no juzgarlos tanto, no exaltar siempre sus defectos, sino ver sus virtudes, las nuevas virtudes que cada generación aporta una y otra vez a la historia.

Se conmovió también con los trabajadores, con los campesinos, con los pobres. Fue un impulsor anticipado de la reforma agraria y repartió tempranamente entre los inquilinos varios de los fundos que poseía la Iglesia mucho antes que la ley se lo impusiera.

Como director de Caritas Chile se transformó en un actor activo y eficiente, promoviendo los pequeños emprendimientos, el acceso a la vivienda, buscando siempre la dignificación de los pobres y no su dependencia paternalista.

En su testamento espiritual, la pobreza y la marginalidad fueron su principal preocupación. Le indignaba la injusticia social y no lo disimulaba.

El Chile del que él hablaba, el que tanto amaba y al que dedicó su vida era el país de todos los días; el de la gente común, el de las noblezas más sobrias y sutiles de los chilenos. El alma de Chile a la que él se refería no tenía que ver con grandes triunfos o derrotas, con éxitos o con catástrofes, tenía que ver con la identidad que ha forjado nuestro pueblo a través de su historia, identidad que se las arregla para aflorar en las condiciones más adversas y enrielar siempre a nuestro país en el camino de sus valores más profundos.

En los homenajes, siempre encontramos cosas que elogiar de los homenajeados, y muchas veces terminamos deslavándolos de sus aspectos más interesantes. El cardenal Raúl Silva Henríquez no se presta para eso. Él nos incomodó a todos en algún momento.

Incomodó cuando manejó Caritas Chile con un audaz estilo de gestión, y fue acusado de actuar más como gerente que como sacerdote.

Incomodó cuando legitimó la reforma agraria y dejó sin respaldo las aprensiones e intereses de los grandes agricultores.

Incomodó su ecumenismo en una época en que nadie aún lo había impulsado en Chile ni entendía bien lo que era.

Incomodó cuando dejó sin fundamento los discursos antieclesiales, que planteaban que la Iglesia sólo defendía a los poderosos.

Incomodó cuando avaló la reforma universitaria y también cuando confrontó a los dirigentes estudiantiles que se tomaron la Catedral.

Incomodó durante la Unidad Popular, buscando un diálogo cuando todos querían sólo pelear; tendiendo puentes, cuando lo único que valía era cortarlos y reafirmar la propia identidad.

Y durante la dictadura incomodó de nuevo.

Junto a moros y cristianos formó el Comité Pro Paz, donde evangélicos, judíos, musulmanes, ortodoxos y católicos se unieron para defender los derechos humanos. De ahí surgió después la Vicaría de la Solidaridad.

Tendió una mano, alzó su voz, desafió amenazas y críticas para defender a los perseguidos durante la dictadura de Pinochet.

Con ello, incomodó, por cierto, al gobierno de la época, pero nos incomodó también a nosotros, los que fuimos acogidos por su solidaridad. En medio de la oscuridad y los dolores de aquellos años, no sabíamos qué hacer ante tanta generosidad. La ayuda vino de donde no la esperábamos, de donde no teníamos cómo agradecerla, de donde muchos sentíamos no pertenecer.

En nombre de tantos que fuimos acogidos por la labor solidaria de la Iglesia Católica, tantos que pertenecemos a corrientes de pensamiento laico, que no somos creyentes, quiero agradecer humildemente la labor de la Iglesia en defensa de los derechos humanos. Agradecer su generosidad y valentía. Agradecer al cardenal Raúl Silva Henríquez por encabezar esa labor, no sólo porque salvó vidas, denunció abusos, dio voz a los censurados y validó el dolor de los familiares de detenidos desaparecidos.

No sólo por eso.

También dar las gracias por haber encendido una esperanza en medio de esos años tan difíciles. Para muchos, los gestos de la Iglesia en defensa de los derechos humanos nos permitieron recuperar la fe en el ser humano, en su capacidad de bondad y compasión.

Esa Iglesia que no nos preguntó nuestro credo antes de defendernos, esa Iglesia que enfrentó ataques y hostilidades pudiendo evitarlas quedándose en un rol formal y anodino.

Yo, y muchos de mi generación, tuvimos nuestras primeras reuniones políticas en un local de iglesia; realizamos nuestros primeros eventos culturales, donde la palabra libertad podía ser nombrada en un local de iglesia; participamos en decenas de jornadas de formación política en locales de iglesia. Y era a un local de iglesia donde recurríamos si a un amigo o a un familiar lo tomaban preso o desaparecía.

Y eso, que fue obra de muchos, estuvo encabezado por el cardenal Raúl Silva Henríquez.

No puedo dejar de recordar aquí la actitud que tuvo el cardenal con motivo de la muerte de mi padre, José Tohá, acaecida seis meses después del golpe de Estado.

En esa ocasión, ofreció oficiar la misa fúnebre en la Catedral de Santiago, dadas las funciones de Estado que mi padre había desempeñado. Ante esto, recibió un llamado de atención del gobierno a través del general Arellano Stark, exigiéndole que se desistiera porque no correspondía despedir con una misa a un ateo que, además, era suicida, pues esa era la versión oficial de la causa de su muerte.

Ante esto, el Cardenal insistió en que haría la misa de todas maneras, y ofrecería la capilla de su propia casa para oficiarla, y dijo: “A mí no me consta realmente que José Tohá sea un suicida y, si lo fuera, hay suicidas y suicidas”.

Chile le debe demasiado al cardenal Raúl Silva Henríquez, no sólo por lo que hizo y dio, sino por lo que nos enseñó de nosotros mismos.

Le debemos agradecer a su familia, a la Congregación Salesiana y a la Iglesia Católica, por haberle permitido alcanzar las altas responsabilidades que desempeñó.

Fue el segundo arzobispo de Santiago que más años se mantuvo en ese cargo en nuestra historia, desde 1961 hasta 1983. Años intensos, tórridos, dramáticos a veces, hermosos también. En medio de la vorágine de esos años, era fácil perder el rumbo; muchos lo hicieron, él no.

Quizás por eso no era complaciente y a veces podía parecer huraño; sabía que lo correcto podía estar extraviado más allá de lo que se veía a primera vista, más allá de los convencionalismos, más allá de la tradición.

Su dureza fue muchas veces necesaria, pero también fue necesaria su dulzura, su voz profunda, su sonrisa generosa. Los héroes de la patria no son sólo guerreros y gobernantes. Y este hombre, este sacerdote salesiano, obispo y cardenal, debe estar en este selecto grupo, para que nunca olvidemos lo que hizo por Chile y lo que Chile descubrió de sí mismo gracias a él.

-Aplausos.

El señor WALKER (Presidente).- En representación del Comité Socialista, tiene la palabra el diputado don Iván Paredes.

El señor PAREDES (de pie).- Señor Presidente, estimados colegas, distinguidas autoridades de la Iglesia Católica:

Sin temor a equivocarme, diferencias más, diferencias menos, el reconocimiento que hoy la Cámara de Diputados entrega a uno de los personajes más destacados de la historia contemporánea de Chile genera amplios consensos, dada su transversalidad y protagonismo, no deseado, por cierto, a partir de la década de los 60 del siglo pasado.

Siempre llamó nuestra atención esa tremenda energía acogida en su pequeño cuerpo; la calidez que emanaba de su mirada y la humildad con que planteaba grandes soluciones para los grandes problemas que tuvo que enfrentar nuestro país, lo que lo incorpora, sin duda, entre sus grandes hombres que nos han permitido avanzar por sendas más justas y más libertarias.

Por eso mismo, señor Presidente, estimados colegas, por esa presencialidad que supera su ausencia física, por ese sentido de “ser”, sin necesidad de “estar”, en representación de la bancada del Partido Socialista -mi partido, que me ha honrado al designarme como su representante en este homenaje-, quiero permitirme la licencia de cambiar mi intervención, de una impersonal tercera conjugación en singular, a pensamientos volcados casi de manera epistolar.

Queremos manifestarte, Cardenal, que todavía resuenan en nuestros oídos las voces reunidas, religadas, de ese 9 de abril de 1999, cuando el pueblo de Chile, sin distinciones, te reafirmaba su reconocimiento con el popular “Raúl, amigo, el pueblo está contigo”, como en una rebelión no acordada, no planificada, no coordinada, frente a lo que considerábamos tu injusta partida de la geografía terrenal.

Estamos seguros de que nos escuchaste, con tu sonrisa simple, con tu cabeza un poco inclinada, y de que te diste cuenta de que no te decíamos que el pueblo “había estado” contigo, sino que reafirmábamos el presente y el futuro de tu presencia permanente e imperecedera.

Reconocemos, Cardenal, que ese dolor y fervor nacional gatillaron un interés superior por conocerte, por tratar de entender, en otra dimensión, las razones por las cuales te fuiste introduciendo en nuestras vidas, en nuestras propuestas, en nuestras luchas, en nuestras utopías, en nuestras acciones diarias, en nuestros dolores.

Y cayó en nuestras manos un tremendo texto, casi un manifiesto y legado político no partidario, para todos aquellos y todas aquellas que seguimos creyendo que es posible una Patria más justa y más solidaria, titulado “Mi sueño de Chile”, donde nos decías, entre otras cosas, lo siguiente:

“Quiero que en mi país todos vivan con dignidad. La lucha contra la miseria es una tarea de la cual nadie puede sentirse excluido. Quiero que en Chile no haya más miseria para los pobres. Que cada niño tenga una escuela donde estudiar. Que los enfermos puedan acceder fácilmente a la salud. Que cada jefe de hogar tenga un trabajo estable y que le permita alimentar a su familia.”

¿Y qué quieres que te diga, Cardenal? ¡Nos identificamos con tus palabras! ¡Nos reconocimos en tus sueños! ¡Confirmamos nuestro ideario social y político, profundizando su sentido y su accionar!

Y fortalecimos el convencimiento de que no somos producto del momento, de que no somos consecuencia del presente como los héroes, sino un resumen de lo aprendido y aprehendido de la historia y de la memoria colectiva y que tú, aprendiz aventajado de Maestro, supiste desde siempre.

No por otra razón te recuerdan tus amigos del Liceo Manuel Arriarán Barros. Esa capacidad que tenías de interiorizarte en cada uno de los detalles de tus discípulos que, en definitiva, entendías, cual destacado antropólogo, conformaban tu comunidad, tu colectividad, tu rebaño, respetando las individualidades y las voluntades particulares.

En definitiva, Cardenal, siempre te opusiste a las imposiciones, siempre privilegiaste el diálogo y los acuerdos; siempre, incluso, en los aciagos días en que la irracionalidad y la intolerancia asolaban nuestra convivencia democrática.

Y no nos dimos cuenta de que habías aligerado el paso, de que la preocupación te marcaba el rostro, de que tu voz sonaba más fuerte, de que tus demandas se transformaban en urgencia. No nos percatamos o no quisimos darnos cuenta.

En esos difíciles momentos de la Patria, provocabas el diálogo, buscabas entendimientos, sembrabas esperanzas y esfuerzos, como los que realizaste por acercar posiciones e ideales entre el Presidente Allende y sectores de la Oposición de la época, para superar la crisis que vivía nuestro país, porque sabías lo que podía venir y lo que, al final, llegó.

Y, entonces, Cardenal, entendimos perfectamente cuando, en el momento preciso del dolor patrio, te convertiste en la voz de los sin voz y fuiste motejado peyorativamente por la dictadura, debido a tu defensa de los derechos humanos, como “el Cardenal rojo”, como si trabajar por el respeto de la vida, de los derechos de las personas, de la libertad y de la justicia tuviera un color determinado.

Entonces, cuando el rojo, no ese peyorativo con que pretendían insultarte, sino el de la sangre de los desposeídos, de los postergados, de los marginados y de los discriminados, empezó a correr por esta larga y agosta faja, convertida en callejuela, tu paso se transformó en carrera, tu rostro reprodujo el dolor de la tortura y del asesinato, tu voz se elevó para reclamar justicia y tu demanda urgente se transformó en defensa de la vida, de esa vida que se truncaba con el olor a pólvora, con los golpes de corriente, con los corvos que abrían vientres de la vida detenida, de la vida desaparecida, de la vida encarcelada, de la vida relegada, de la vida exiliada.

Sí había sido importante tu labor educativa, misionera, evangelizadora, asistencialista, liberadora. Allí están el inicio de la Reforma Agraria, cuando entregaste tierras de la Iglesia a tus queridos campesinos; la fundación Caritas Chile; la creación del Instituto Católico de Migraciones; la Pastoral Obrera. Y tu estatura creció sin límites cuando diste vida, frente a tanta muerte, al Comité Pro Paz, que se transformaría en la Vicaría de la Solidaridad, un regazo ante tanto dolor, ante tanta desolación, ante tanta orfandad.

Pero, como dijimos, eras producto de la historia, de la historia de tu Chile amado, con la particularidad de que eras un producto con visiones a largo plazo y con acciones concretas e inmediatas.

Y ese amor, querido Cardenal, es reconocido, como se dice en tu mundo popular, por moros y cristianos, con excepción, claro está, de los enemigos del amor.

Sin lugar a dudas, Cardenal, como en la parábola del sembrador, tu semilla ha caído en buena tierra. Pero no todo depende de la calidad de la semilla; lo principal es la capacidad del que siembra y del que cosecha. Y tu capacidad de siembra y cosecha sigue siendo un ejemplo para todos y cada uno de nosotros. Porque, en definitiva, Cardenal, todo aquello que se cuida, que se protege, que se defiende, crece firme, crece sano, crece fértil, para reproducir el ciclo de la nueva siembra.

Porque tampoco es buen pastor aquel que reúne y mantiene el rebaño, sino aquel que lo guía hacia mejores pastos, hacia aguas más frescas y es capaz de identificar a cada uno de sus miembros.

Y tú, Cardenal, sin posibilidad alguna de equivocación, sigues siendo un gran sembrador y un gran pastor de este pueblo al que tanto amas, porque así lo dejaste escrito en tu testamento espiritual: “Mi palabra es una palabra de amor a Chile. He amado intensamente a mi país. Es un país hermoso en su geografía y en su historia. Hermoso por sus montañas y sus mares, pero mucho más hermoso por su gente. El pueblo chileno es un pueblo muy noble, muy generoso y muy leal.”.

Siguen resonando en nuestros oídos, ahora más fuerte que nunca, querido Raúl Silva Henríquez, querido Cardenal del pueblo, querido Cardenal rojo, las voces de quienes sigues protegiendo, ahora multiplicadas por miles: “Raúl, amigo, el pueblo está contigo.”.

He dicho.

El señor WALKER (Presidente).- Tiene la palabra el diputado Esteban Valenzuela.

El señor VALENZUELA (de pie).- Señor Presidente, estimados miembros de la Iglesia y amigos del Cardenal Silva Henríquez.

Hay muchas razones para hablar del Cardenal. Cómo no recordar cuando, en 1971, después de que el Congreso Nacional aprobara por unanimidad el proyecto de ley que nacionalizó el cobre, el Cardenal Silva Henríquez acompañó a Salvador Allende a promulgar esa ley en la plaza de Rancagua. O como ex dirigente estudiantil de la Universidad Católica, donde padecimos la contradicción del pago de Chile.

El Cardenal, que había apoyado no sólo la participación estudiantil sino la modernización de la Universidad Católica, ya que fue un hombre de su época que miró el mundo, que conoció las universidades modernas, que no sólo enseñaban asignaturas profesionales estáticas.

Fue parte del Concilio Vaticano, de una Iglesia y de una fe que dialogaba con el mundo.

En 1982, un grupo de estudiantes fuimos a invitarlo a hablar a la Escuela de Periodismo de la Universidad Católica de Chile, pero el Cardenal Silva Henríquez no obtuvo permiso para hablar en esa oportunidad. Por eso, hablamos en nombre de la generación de la pastoral juvenil.

El Cardenal Raúl Silva Henríquez formó una generación distinta, casi al borde de la locura. En el país de la uniformidad, en la época de la descalificación, junto a Tomás Connelly, Miguel Ortega y tantos otros, promovía el debate, el diálogo.

En la época carente de elecciones, las promovía en las distintas pastorales juveniles a lo largo de Chile.

En época de legitimación de la violencia, el Cardenal era claro y duro para promover la no violencia activa, no hacer el juego a la violencia y, como él decía y le gustaba cantar junto a los jóvenes: jóvenes, Cristo, jóvenes, necesita el mundo de hoy, que silencien la metralla, venga de donde venga.

Al lenguaje de las armas, anteponía el del amor y de la paz; el reconocimiento del otro. Como dijo la diputada Carolina Toha, frente a la trivialidad del país ideal, de los medios de comunicación oficiales de la época, el Cardenal mandaba jóvenes a repartir la ayuda de Cáritas y de distintas organizaciones internacionales a los diversos campamentos y poblaciones del 40 por ciento del Chile de pobreza que conocimos.

El Cardenal llevó a su Iglesia el documento de Puebla, con su opción por los pobres y por los jóvenes.

Hay un secreto semihistórico que es bueno recordar. En 1986, año de enfrentamiento, de atentados, de venganza por atentados, de oscuridad, un grupo de dirigentes juveniles de diversos partidos políticos fuimos a visitar al Cardenal -entre los que estaba Alejandro Goic- para decirle que necesitábamos un candidato presidencial.

El Cardenal se ríe. Ya no era Arzobispo de Santiago y vivía en una modesta casa en Avenida Grecia, cerca del Estadio Nacional. Nos dice que los partidos deben ponerse de acuerdo. Agrega: “Les agradezco mucho, jóvenes, pero mi único partido es Chile, mi único instrumento es la Iglesia, mi compromiso es ése”. Los políticos deberán cumplir su rol.

El Cardenal también aconsejó a muchos en momentos de violencia. Reiteraba, una y otra vez: “el templo vivo de Dios es el hombre y la mujer que están siendo torturados, desaparecidos, encarcelados, no importa su color político”. Lo reiteró una y otra vez. Y escuchaba a Kairos, grupo cuyo nombre significa tiempo de espera, con aquella canción que rezaba:

“...Allá van como Pilatos,

van lavándose las manos,

cargando su indiferencia

y creen que no hacen daño...”

Ése fue el Cardenal, que cuando se despidió como autoridad de la Iglesia, leyó un poema de Esteban Gumucio, llamado “La Iglesia” que yo quiero, recordando luces y sombras de esta fe encarnada, que él mismo vivió hasta la radicalidad.

Muchos chilenos creemos que el Cardenal Raúl Silva Henríquez es un santo varón de Chile y que sigue cuidando nuestra Patria. Los de la generación de la pastoral juvenil le decimos: don Raúl, Cardenal, santo de Chile, mil veces gracias.

He dicho.

-Aplausos.

El señor WALKER (Presidente).- De esta forma, la Cámara de Diputados ha rendido un justo homenaje al Cardenal Raúl Silva Henríquez.

Reiteramos nuestro agradecimiento, en nombre de la Corporación, a todos quienes nos acompañan en las tribunas, en especial a monseñor Cristián Contreras, al obispo Tomás González, al padre Luis Antonio Díaz, a los sacerdotes salesianos, a los alumnos del Colegio Salesiano de Valparaíso y a don Reinaldo Sapag.