JULIO 2007 / NÚMERO 5

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Mi hermano Juan De Castro

Por Pbro. Cristián Precht Bañados

Con Juan de Castro me ha unido en la vida una hermandad y no sólo la amistad. Lo conocí en el Seminario, yo recién entrado y él preparando sus exámenes finales. Desde ese momento me sentí acogido con esa sencillez y afabilidad que a uno lo desarmaban.

De regreso de Roma fue mi Profesor de Moral en la Facultad de Teología enseñándonos a vivir “la ley del Espíritu”, superando viejos manuales, expresión de otras culturas y de otras teologías. Y al regresar yo de Roma, nos encontramos trabajando junto al Cardenal Raúl, mano a mano, en proyectos evangelizadores que a él mucho le gustaban, y en los avatares de la defensa y promoción de los Derechos Humanos. El me sucedió a mí en la Vicaría de la Solidaridad y yo a él en la Zona Oriente, en 1979. Y, cuando Monseñor Fresno fue nombrado Arzobispo de Santiago, Juan fue su primer Vicario Pastoral y yo le sucedí en esa responsabilidad cuando él fue nombrado Rector del Seminario en diciembre de 1983. En fin, al dejar su rectorado, le ofrecí mi casa durante varios meses mientras él regresaba a sus clases en su querida Escuela de Psicología de la UC.

¿Qué he aprendido de él?

No sé si lo he aprendido… Más bien he admirado en él un deseo profundo de evangelizar sin darle la espalda a los tiempos. Su amor por el Señor y por el ministerio sacerdotal ponía de manifiesto en él un interés genuino por la persona humana… en todas las circunstancias alegres y complejas de la vida. Lo hizo abriendo caminos en la moral, llevando una pastoral renovada en Santo Toribio, en la Zona Norte y en la Zona Oriente, colaborando con el Cardenal Silva en muchas comisiones de confianza, ayudando a Don Juan Francisco en la formación del futuro clero de Santiago y al Cardenal Oviedo y a Don Francisco Javier desde la Vicaría para la Educación. De ahí que sus escritos tengan que ver tanto con las misiones urbanas, como con la moral y otras materias formativas, o bien, con la figura de “san” Jung –como con cariño lo embromábamos– así como con las expresiones religiosas diversas a las nuestras.

Juan nunca perdió su capacidad de cercanía con las personas, por mucho que no nos viéramos tanto como uno habría deseado, ni su capacidad de expresar con simplicidad lo que algunos pensadores dicen con demasiada densidad. Era más dado a comprender que a condenar. Sin embargo, a veces se encabritaba, sobre todo cuando tenía responsabilidades más pesadas. Pero con la misma facilidad le volvía la sonrisa y el perdón. En su corazón nunca hubo espacio para guardar un chisme ni un rencor.

Sus amigos y hermanos respetamos aunque no comprendimos del todo su vocación dominica. No era un tema que hubiese tenido larga historia. Entendemos que lo hizo, sobre todo, porque veía en esa comunidad un carisma que le confería más espacio y tiempo para dedicarse a la reflexión, a la escritura y al servicio de la palabra, en sus formas más variadas. Sin duda alguna fue una decisión consecuente, expresión de una gran libertad de espíritu. Hago esta confesión con el mayor respeto por Juan y por la Orden de los Predicadores y, a la vez, un tanto sorprendido pues, hasta entonces, encarnaba la figura de un buen sacerdote diocesano, con los pies en la tierra, la mente abierta y un amor jugado al servicio de nuestra querida Iglesia de Santiago.

Miro hacia atrás y vuelvo a sentir en esta hora la primera imagen que él me regaló de “hermano” – así nos llamábamos – sencillo, afable, estudioso, servicial y gozador. Miro hacia adelante, y me lo imagino entrando en el Cielo con la sonrisa desplegada, los brazos muy abiertos, y diciéndole sin rubores al Señor: “pero si hace tanto tiempo que quería verte Cara a cara…”, encontrando de lo más natural entrar en Su Casa, para siempre…

Jerusalén, 16 de Junio de 2007.