JULIO 2007 / NÚMERO 5

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Fray Juan de Castro Reyes O.P.

Por Pedro Flores Huerta, Diácono
Coordinador Área de  Formación, Colegio Santo Domingo

Acabamos de despedir a un hermano, amigo y sacerdote. Le hemos dicho un “hasta pronto”, con la seguridad que él nos dio a muchos de que la muerte no existe y que la vida no termina.

Para quienes tuvimos la gracia de conocerle más a fondo, nos quedamos con su presencia llena de alegría, sencillez, buen humor unido a su gran capacidad intelectual que le llevó a tener una generosa producción de escritos y seminarios entregados todo con el fin de ayudar a las personas a vivir mejor, a ser más personas.

Variadas palabras escuchamos en sus funerales. Todas refiriéndose a las bondades que Juan de Castro había testimoniado en su vida. Nadie que le conoció puede echar de menos algún gesto, alguna sonrisa o franca carcajada, alguna palabra de cariño y sabiduría, o alguno de sus certeros dichos para las diferentes situaciones del diario vivir. (En esto, especial mención merece su delicadeza para el trato con las damas…)

Mucho se podrá decir de lo que Juan de Castro realizó en su paso por este mundo: sirvió como Vicario General de la Arquidiócesis, Vicario de distintas zonas de Santiago, Vicario de la Solidaridad, Rector del Seminario Pontificio Mayor, Profesor de la Facultad de Teología y Decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica, y Vicario para la Educación, donde tuve el regalo de Dios de acompañarle como su Secretario Ejecutivo por largos 12 años.

Allí fui testigo, junto a quienes le acompañamos como equipo de trabajo,  de su amor por la oración, la contemplación y el estudio. Ninguna reunión se hacía sin la presencia de la Palabra de Dios y sus hermosos comentarios. No era de extrañar que una larga conversación acerca de las cosas más simples y a la vez profundas de la vida se terminara con una oración de gratitud al Señor por haberse revelado de manera delicada y sencilla. Siempre admiré su capacidad de hacer fácil lo que humanamente no lo es.

Tuve la suerte de escuchar varias alocuciones que en distintos lugares él realizaba. Lo mismo en una clase magistral universitaria como en una reunión pastoral con profesores o gente sencilla. En todas las oportunidades era el mismo lenguaje sencillo y la misma extraordinaria profundidad que hacía que sus palabras llegaran al alma de quienes las acogíamos. Juan, al igual que su Señor, también hablaba con “autoridad”.

Interminable filas de personas: profesores y profesoras, religiosas, seminaristas, sus hermanos sacerdotes, amigos y diferentes organizaciones llegaban a la Vicaría en busca de un consejo, de un acompañamiento espiritual, de una solución para sus dificultades, o simplemente para compartir un rato de amistad… al final de la tarde, cansadísimo pero feliz de haber sido recurso para otros, se hacía el tiempo para comentar situaciones, planificar nuevos proyectos, y compartir las enseñanzas recibidas de la gente.

La urgencia nunca le ocultó lo importante. En ocasiones ante alguna rápida consulta sobre la cual había que tomar una decisión, él me comentaba: “Por Dios que cosa tan bonita escribí…..” la decisión esperaba pues aquello iba a “hacer mucho bien a las almas”. Luego se daba el tiempo para el trabajo y lo que había que resolver.

Así fueron surgiendo no sólo una infinidad de artículos acerca de la formación de las personas o grandes libros del P. Juan sino también importantes documentos para la Iglesia y para el país: Participó en el Comité Técnico de Educación para la Reforma Educacional, trabajó en las Orientaciones Pastorales para la Escuela Católica que publicó el Señor Cardenal Carlos Oviedo, de quien hizo propia su inquebrantable decisión de que la Iglesia jamás debía abandonar sus colegios. Colaboró con los nuevos programas de Religión para la Conferencia Episcopal, presidió la Comisión Sinodal de Educación y participó en otras comisiones sinodales, dirigió personalmente la ejecución de distintos programas de apoyo a los colegios, etc.

Un solo norte inspiraba su acción: La gente y sobre todo los pobres. Todo lo que se realizó en la Vicaría para la Educación fue por que “hay que servir a los pobres, compañero… ¡estamos para eso!”. Así se fueron gestando iniciativas que hasta hoy son hermosas realidades al servicio de la Educación. Se consolida la Fundación Sepec y la Corporación Educacional del Arzobispado, se crea la OTIC Alianza y, a raíz del IX Sínodo, surge la Fundación Belén Educa. La Revista Evangelizar Educando se masifica para llegar a todas las familias de los colegios de la Iglesia. Todas realizaciones pensando en las escuelas de más bajos recursos donde trabajan los profesores con menos posibilidades de perfeccionarse, se educan los niños más pobres y están las familias más necesitadas.

Su incesante búsqueda por servir a las personas lo llevó a encontrar, en este último tiempo, en la Orden de Predicadores de los Padres Dominicos un lugar de acogida y de entrega. Sus grandes intereses: la Oración, la Contemplación y la Predicación, entendida como la enseñanza, le llevaron a sentirse en este lugar como en su propia casa. Cierta vez me confió que un Obispo le habría dicho en su juventud “Tú tienes vocación de Dominico….”. Eso le quedó siempre resonando en su interior hasta que da el paso de solicitar su ingreso, realizando su Noviciado para posteriormente hacer sus votos en esta querida Orden de Predicadores.

Por último y junto con dar Gracias infinitas a Dios por Su visita en la persona de Juan de Castro, comparto con ustedes un sueño que Juan, ya en la clínica, le confió a una amiga común, Cecilia, y que ella lo transcribió y me lo envió:

En una de mis visitas al hospital, él me dijo: "¡NO HAY MUERTE! Todo es evolución y transformación."." Voy a Contarte un cuento y cree en él. Estaba yo durmiendo y una suave brisa me eleva al espacio infinito, cuando abro mis ojos, me encuentro en el centro del universo, se hizo presente Dios, reconocí su presencia eterna... ¡era la Trinidad acogiéndome y revelándome todos los misterios de la vida! Encontré sólo gozo. El Universo me envolvía, como un niño acunado por el amor profundo de su madre, se extendían los brazos de la vida eterna por cada célula de mi cuerpo haciéndome parte de todo lo existente. En ese momento eterno yo era uno con el Padre, latía en mí una inefable sensación de sublimidad, yo estaba trascendiendo más allá de la existencia y estaba adentrándome en toda la creación, haciéndome parte de ella de modo consciente... ese fue mi encuentro con Dios... Necesito escribir un libro que se llamará "El Dios en el que Creo".

Cuando término de narrarme su experiencia me sentí poseedora de un misterio profundo, agradecí la riqueza de sabiduría que se me daba en gratuidad...

Si, Juan, somos poseedores de un gran tesoro: Ese Dios que nos revelaste con tu vida… ¡VALE LA PENA¡