JULIO 2007 / NÚMERO 5

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“Taizé...esa pequeña primavera”

Por Elena Velasco, profesora de Historia

“Taizé...esa pequeña primavera”. Qué mejor que empezar a recordar esta experiencia con esta  decidora frase del Papa Juan XXIII. Y es que no puede estar más cerca de la realidad, porque no importa que llueva o nieve -como me tocó experimentarlo entre diciembre de 1993 y marzo de 1994-, en Taizé siempre es primavera. Será por la generosa acogida de los hermanos y hermanas que están en este lugar, o por el ambiente de respeto, a pesar de las evidentes diferencias de razas, creencias o lenguas. O tal vez es que a pesar de estas diferencias  hay sueños en común. Tal vez todo esto y más.

Lo que sí está claro es que las vivencias propias y comunes no se olvidan con el tiempo, se marcan, se graban donde nunca más puedes borrarlas. Porque convivir, conocer y aprender a querer sin amarras, sabiendo que esos cariños que están ahí, a tu lado, mañana ya no estarán, es difícil. Tantos encuentros, tantas despedidas… Tantos que entraron sin permiso, sin darme cuenta, con palabras, sonrisas, con presencia y con silencios. Tantos que se quedaron y que ya nunca más salieron.

Mi estada en Taizé además significó aprender cosas nuevas como trabajar en un taller cortando fierros, manejar un tractor y planchar sábanas y más sábanas. También recuerdo el trabajo en  la cocina, donde lavábamos ollas tan grandes que uno se podía meter en ellas. Lo mejor era el trabajo en  la capilla: Limpiarla, ordenarla, ver los cantorales de la jornada... Cómo no sentirse bien en ese lugar y con ese silencio, que tres veces al día se llenaba de vida con la con la presencia y las oraciones de cientos de personas. Lejos la más bonita y profunda era la oración de la noche, especialmente la del viernes con la adoración de la cruz. Era allí, donde libremente y sin culpas uno se reconocía pecador, pedía ayuda y entregaba las debilidades al Señor.

Los sábados en la noche los hermanos nos invitaban a su casa para compartir una oración, una conversación y un rico pan con mantequilla (¡el mejor que he probado en mi vida!). Allí también estaba el hermano Roger, quien  sólo con su presencia se presentía un pedacito de cielo.

Taizé, un lugar donde aprendes o reafirmas diariamente que todos somos iguales a pesar de ser diferentes, que todos somos hijos de Dios a pesar de las creencias, que todos los trabajos son dignos y necesarios para que las cosas funcionen. Una experiencia donde  se absorbe  vida y fuerzas para volver a la realidad de cada uno a entregar lo mejor de lo vivido, a tratar de transformar  lo que es necesario, a dar dignidad a aquellos a los que se la han quitado, a valorar los trabajos y el esfuerzo que ellos conllevan, a soñar con un país mejor, con más posibilidades y más solidario, un mundo donde cada uno da lo que tiene, pero no porque le sobra, si no porque sabe que es necesario para los otros. Taizé es un espacio que invita a que muchos lugares en el mundo sean una constante primavera donde cada uno pueda aportar un brote.

Taizé, un pozo en el desierto, un lugar de encuentros, un lugar donde Dios ha puesto su mirada y sin duda alguna, un lugar  de envío y de transformación. Nadie puede ir a Taizé y guardarse lo vivido. Es casi una obligación moral hacer pequeños Taizés en nuestros lugares de estudios, de trabajo, en nuestras familias y con los amigos. Nadie puede pasar por Taizé y no intentar transformar nuestro mundo, trabajar porque haya menos pobreza,  más tolerancia, más posibilidades, más igualdad. Nadie puede pasar por Taizé y no ser tocado por Dios y su poder de transformación.