Edición NÚMERO 56
Octubre 2011

DISCURSOS DEL PAPA BENEDICTO XVI DURANTE SU VIAJE APOSTÓLICO A ALEMANIA, ENTRE EL 22 Y EL 25 DE SETIEMBRE DE 2011( difundidos por la agencia católica Zenit)

Discurso del Papa en el palacio de Bellevue

Jueves 22 de septiembre de 2011

Señor Presidente Federal,
Señoras y Señores
Queridos amigos.

Me siento muy honrado por la amable acogida que me habéis reservado aquí, en el Castillo Bellevue. Le estoy particularmente agradecido, Señor Presidente Wulff, por la invitación a está visita oficial, que es mi tercera estancia como Papa en la República Federal Alemana. Agradezco de corazón las corteses palabras de bienvenida que me ha dirigido. Mi gratitud se dirige también a los representantes del Gobierno Federal, del Bundestag y del Bundesrat, así como a los de la ciudad de Berlín, por su presencia, con la que expresan su respeto por el Papa como sucesor del Apóstol Pedro. Y no por último agradezco a los tres Obispos que me hospedan, el Arzobispo Woelki de Berlín, el Obispo Wanke de Erfurt y el Arzobispo Zollitsch de Friburgo, así como a todos aquellos que, en los diversos ambitos eclesiásticos y públicos, han colaborado en los preparativos de este viaje a mi patria, contribuyendo de ese modo a que todo salga bien.

Aunque este viaje es una visita oficial que reforzará las buenas relaciones entre la República Federal de Alemania y la Santa Sede, no he venido aquí para obtener objetivos políticos o económicos, como hacen legítimamente otros hombres de Estado, sino para encontrar la gente y hablarles de Dios.

Con relación a la religión hay en la sociedad una progresiva indiferencia que, en sus decisiones, considera la cuestión de la verdad más bien como un obstáculo, y da por el contrario la prioridad a consideraciones utilitaristas.

Pero se necesita una base vinculante para nuestra convivencia, de otra manera cada uno vive solo para su individualismo. La religión es una cuestión fundamental para una convivencia lograda. "Como la religión necesita de libertad, así la libertad tiene necesidad de la religión". Estas palabras del gran obispo y reformador social Wilhelm von Ketteler, del que se celebra este año el bicentenario de su nacimiento, son aun actuales1.

La libertad necesita de una referencia a una instancia superior. El que haya valores que nada ni nadie pueda manipular, es la autentica garantía de nuestra libertad. El hombre que se sabe obligado a lo verdadero y al bien, estará inmediatamente de acuerdo con esto: la libertad se desarrolla sólo en la responsabilidad ante un bien mayor. Este bien existe sólo si es para todos; por tanto debo interesarme siempre de mis prójimos. La libertad no se puede vivir sin relaciones.

En la convivencia humana no es posible la libertad sin solidaridad. Aquello que hago a costa de otros, no es libertad, sino una acción culpable que les perjudica a ellos y también a mí. Puedo realizarme verdaderamente como persona libre sólo cuando uso también mis fuerzas para el bien de los demás. Esto vale no solo en el ámbito privado, sino también en el social. Según el principio de subsidiaridad, la sociedad debe dar espacio suficiente para que las estructuras más pequeñas se desarrollen y, al mismo tiempo, apoyarlas, de modo que, un día, puedan ser autónomas.

Aquí en el Castillo Bellevue, que debe su nombre a la espléndida vista sobre la rivera del Spree y que está situado no lejos de la Columna de la Victoria, del Bundestag y de la Puerta de Brandeburgo, estamos propiamente en el centro de Berlín, la capital de la República Federal de Alemania. El castillo con su agitado pasado es, como tantos edificios de la ciudad, un testimonio de la historia alemana. Una mirada clara también sobre sus páginas oscuras nos permite aprender de su pasado y de recibir impulso para el presente. La República Federal de Alemania se ha convertido en lo que es hoy a través de la fuerza de la libertad plasmada de responsabilidad ante Dios y ante el prójimo. Necesita de esta dinámica que involucra todos los ámbitos humanos para poder continuar a desarrollarse en las condiciones actuales. Lo requiere en "un mundo necesita una profunda renovación cultural y el redescubrimiento de valores de fondo sobre los cuales construir un futuro mejor" (Encíclica Caritas in veritate, 21).

Deseo que los encuentros durante las varias etapas de mi Viaje, aquí en Berlín, en Erfurt, en Eichsfeld y en Friburgo, puedan ofrecer una pequeña contribución sobre este tema. Que en estos días Dios nos conceda su bendición.


Discurso del Papa ante el Bundestag, el Parlamento alemán

BERLÍN, jueves 22 de septiembre de 2011

Ilustre Señor Presidente
Señor Presidente del Bundestag
Señora Canciller Federal
Señor Presidente del Bundesrat
Señoras y Señores.

Es para mi un honor y una alegría hablar ante está Cámara alta, ante el Parlamento de mi Patria alemana, que se reúne aquí como representación del pueblo, elegida democráticamente, para trabajar por el bien común de la República Federal de Alemania. Agradezco al Señor Presidente del Bundestag su invitación a tener este discurso, así como también sus gentiles palabras de bienvenida y aprecio con las que me ha acogido. Me dirijo en esté momento a ustedes, estimados señores y señoras, ciertamente también como un connacional que está vinculado de por vida, por sus orígenes, y sigue con particular atención los acontecimientos de la Patria alemana. Pero la invitación a tener este discurso se me ha hecho en cuanto Papa, en cuanto Obispo de Roma, que tiene la suprema responsabilidad sobre los cristianos católicos. De este modo, ustedes reconocen el papel que le corresponde a la Santa Sede como miembro dentro de la Comunidad de los Pueblos y de los Estados. Desde mi responsabilidad internacional, quisiera proponerles algunas consideraciones sobre los fundamentos del estado liberal de derecho.

Permítanme que comience mis reflexiones sobre los fundamentos del derecho con un breve relato tomado de la Sagrada Escritura. En el primer Libro de los Reyes, se dice que Dios concedió al joven rey Salomón, con ocasión de su entronización, formular una petición. ¿Qué pedirá el joven soberano en este importante momento? ¿Éxito, riqueza, una larga vida, la eliminación de los enemigos? Nada pide de todo esto. Suplica en cambio: "Concede a tu siervo un corazón dócil, para que sepa juzgar a tu pueblo y distinguir entre el bien y mal" (1 R 3,9). Con este relato, la Biblia quiere indicarnos lo que debe ser importante en definitiva para un político. Su criterio último y la motivación para su trabajo como político no debe ser el éxito y mucho menos el beneficio material. La política debe ser un compromiso por la justicia y crear así las condiciones básicas para la paz. Naturalmente, un político buscará el éxito, que de por sí le abre la posibilidad a la actividad política efectiva. Pero el éxito está subordinado al criterio de la justicia, a la voluntad de aplicar el derecho y a la comprensión del derecho. El éxito puede ser también una seducción y, de esta forma, abre la puerta a la desvirtuación del derecho, a la destrucción de la justicia. "Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?", dijo en cierta ocasión San Agustín1. Nosotros, los alemanes, sabemos por experiencia que estas palabras no son una mera quimera.

Hemos experimentado cómo el poder se separó del derecho, se enfrentó contra el derecho; cómo se ha pisoteado el derecho, de manera que el Estado se convirtió en el instrumento para la destrucción del derecho; se transformó en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada, que podía amenazar el mundo entero y empujarlo hasta el borde del abismo. Servir al derecho y combatir el dominio de la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental del político. En un momento histórico, en el cual el hombre ha adquirido un poder hasta ahora inimaginable, este deber se convierte en algo particularmente urgente. El hombre tiene la capacidad de destruir el mundo. Se puede manipular a sí mismo. Puede, por decirlo así, hacer seres humanos y privar de su humanidad a otros seres humanos que sean hombres. ¿Cómo podemos reconocer lo que es justo? ¿Cómo podemos distinguir entre el bien y el mal, entre el derecho verdadero y el derecho sólo aparente? La petición salomónica sigue siendo la cuestión decisiva ante la que se encuentra también hoy el político y la política misma.

Para gran parte de la materia que se ha de regular jurídicamente, el criterio de la mayoría puede ser un criterio suficiente. Pero es evidente que en las cuestiones fundamentales del derecho, en las cuales está en juego la dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría no basta: en el proceso de formación del derecho, una persona responsable debe buscar los criterios de su orientación. En el siglo III, el gran teólogo Orígenes justificó así la resistencia de los cristianos a determinados ordenamientos jurídicos en vigor: "Si uno se encontrara entre los escitas, cuyas leyes van contra la ley divina, y se viera obligado a vivir entre ellos…, con razón formaría por amor a la verdad, que, para los escitas, es ilegalidad, alianza con quienes sintieran como él contra lo que aquellos tienen por ley…"2

Basados en esta convicción, los combatientes de la resistencia han actuado contra el régimen nazi y contra otros regímenes totalitarios, prestando así un servicio al derecho y a toda la humanidad. Para ellos era evidente, de modo irrefutable, que el derecho vigente era en realidad una injusticia. Pero en las decisiones de un político democrático no es tan evidente la cuestión sobre lo que ahora corresponde a la ley de la verdad, lo que es verdaderamente justo y puede transformarse en ley. Hoy no es de modo alguno evidente de por sí lo que es justo respecto a las cuestiones antropológicas fundamentales y pueda convertirse en derecho vigente. A la pregunta de cómo se puede reconocer lo que es verdaderamente justo, y servir así a la justicia en la legislación, nunca ha sido fácil encontrar la respuesta y hoy, con la abundancia de nuestros conocimientos y de nuestras capacidades, dicha cuestión se ha hecho todavía más difícil.

¿Cómo se reconoce lo que es justo? En la historia, los ordenamientos jurídicos han estado casi siempre motivados en modo religioso: sobre la base de una referencia a la voluntad divina, se decide aquello que es justo entre los hombres. Contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En cambio, se ha referido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho, se ha referido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios. Así, los teólogos cristianos se sumaron a un movimiento filosófico y jurídico que se había formado en el siglo II a. C. En la primera mitad del siglo segundo precristiano, se produjo un encuentro entre el derecho natural social desarrollado por los filósofos estoicos y notorios maestros del derecho romano3. De este contacto, nació la cultura jurídica occidental, que ha sido y sigue siendo de una importancia determinante para la cultura jurídica de la humanidad. A partir de este vínculo precristiano entre derecho y filosofía inicia el camino que lleva, a través de la Edad Media cristiana, al desarrollo jurídico del Iluminismo, hasta la Declaración de los derechos humanos y hasta nuestra Ley Fundamental Alemana, con la que nuestro pueblo reconoció en 1949 "los inviolables e inalienables derechos del hombre como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en el mundo".

Para el desarrollo del derecho, y para el desarrollo de la humanidad, ha sido decisivo que los teólogos cristianos hayan tomado posición contra el derecho religioso, requerido de la fe en la divinidad, y se hayan puesto de parte de la filosofía, reconociendo la razón y la naturaleza en su mutua relación como fuente jurídica válida para todos. Esta opción la había tomado ya san Pablo cuando, en su Carta a los Romanos, afirma: "Cuando los paganos, que no tienen ley [la Torá de Israel], cumplen naturalmente las exigencias de la ley, ellos… son ley para sí mismos. Esos tales muestran que tienen escrita en su corazón las exigencias de la ley; contando con el testimonio de su conciencia…" (Rm 2,14s). Aquí aparecen los dos conceptos fundamentales de naturaleza y conciencia, en los que conciencia no es otra cosa que el "corazón dócil" de Salomón, la razón abierta al lenguaje del ser. Si con esto, hasta la época del Iluminismo, de la Declaración de los Derechos humanos, después de la Segunda Guerra mundial, y hasta la formación de nuestra Ley Fundamental, la cuestión sobre los fundamentos de la legislación parecía clara, en el último medio siglo se dio un cambio dramático de la situación. La idea del derecho natural se considera hoy una doctrina católica más bien singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del ámbito católico, de modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención del término.

Quisiera indicar brevemente cómo se llegó a esta situación. Es fundamental, sobre todo, la tesis según la cual entre ser y deber ser existe un abismo infranqueable. Del ser no se podría derivar un deber, porque se trataría de dos ámbitos absolutamente distintos. La base de dicha opinión es la concepción positivista, adoptada hoy casi generalmente, de naturaleza y razón. Si se considera la naturaleza – con palabras de Hans Kelsen - "un conjunto de datos objetivos, unidos los unos a los otros como causas y efectos", entonces no se puede derivar de ella realmente ninguna indicación que sea de modo algúno de carácter ético.4 Una concepción positivista de la naturaleza, que comprende la naturaleza en modo puramente funcional, como las ciencias naturales la explican, no puede crear ningún puente hacia el Ethos y el derecho, sino suscitar nuevamente sólo respuestas funcionales. Sin embargo, lo mismo vale también para la razón en una visión positivista, que muchos consideran como la única visión científica. En ella, aquello que no es verificable o falsable no entra en el ámbito de la razón en sentido estricto. Por eso, el ethos y la religión se deben reducir al ámbito de lo subjetivo y caen fuera del ámbito de la razón en sentido estricto de la palabra. Donde rige el dominio exclusivo de la razón positivista – y este es en gran parte el caso de nuestra conciencia pública – las fuentes clásicas de conocimiento del ethos y del derecho quedan fuera de juego. Ésta es una situación dramática que interesa a todos y sobre la cual es necesaria una discusión pública; una intención esencial de este discurso es invitar urgentemente a ella.

El concepto positivista de naturaleza y razón, la visión positivista del mundo es en su conjunto una parte grandiosa del conocimiento humano y de la capacidad humana, a la cual de modo alguno debemos renunciar en ningún caso. Pero ella misma, en su conjunto, no es una cultura que corresponda y sea suficiente al ser hombres en toda su amplitud. Donde la razón positivista se retiene como la única cultura suficiente, relegando todas las otras realidades culturales a la condición de subculturas, ésta reduce al hombre, más todavía, amenaza su humanidad. Lo digo especialmente mirando a Europa, donde en muchos ambientes se trata de reconocer solamente el positivismo como cultura común o como fundamento común para la formación del derecho, mientras que todas las otras convicciones y los otros valores de nuestra cultura quedan reducidos al nivel de subcultura. Con esto, Europa se sitúa, ante otras culturas del mundo, en una condición de falta de cultura y se suscitan, al mismo tiempo, corrientes extremistas y radicales. La razón positivista, que se presenta de modo exclusivista y que no es capaz de percibir nada más que aquello que es funcional, se parece a los edificios de cemento armado sin ventanas, en los que logramos el clima y la luz por nosotros mismos, y sin querer recibir ya ambas cosas del gran mundo de Dios. Y, sin embargo, no podemos negar que en este mundo autoconstruido recurrimos en secreto igualmente a los "recursos" de Dios, que transformamos en productos nuestros. Es necesario volver a abrir las ventanas, hemos de ver nuevamente la inmensidad del mundo, el cielo y la tierra, y aprender a usar todo esto de modo justo.

Pero ¿cómo se lleva a cabo esto? ¿Cómo encontramos la entrada a la inmensidad, o la globalidad? ¿Cómo puede la razón volver a encontrar su grandeza sin deslizarse en lo irracional? ¿Cómo puede la naturaleza aparecer nuevamente en su profundidad, con sus exigencias y con sus indicaciones? Recuerdo un fenómeno de la historia política reciente, esperando no ser demasiado malentendido ni suscitar excesivas polémicas unilaterales. Diría que la aparición del movimiento ecologista en la política alemana a partir de los años setenta, aunque quizás no haya abierto las ventanas, ha sido y es sin embargo un grito que anhela aire fresco, un grito que no se puede ignorar ni relegar, porque se percibe en él demasiada irracionalidad. Gente joven se dio cuenta que en nuestras relaciones con la naturaleza existía algo que no funcionaba; que la materia no es solamente un material para nuestro uso, sino que la tierra tiene en sí misma su dignidad y nosotros debemos seguir sus indicaciones. Es evidente que no hago propaganda por un determinado partido político, nada me es más lejano de eso. Cuando en nuestra relación con la realidad hay algo que no funciona, entonces debemos reflexionar todos seriamente sobre el conjunto, y todos estamos invitados a volver sobre la cuestión sobre los fundamentos de nuestra propia cultura. Permitidme detenerme todavía un momento sobre este punto. La importancia de la ecología es hoy indiscutible. Debemos escuchar el lenguaje de la naturaleza y responder a él coherentemente. Sin embargo, quisiera afrontar todavía seriamente un punto que, tanto hoy como ayer, se ha olvidado demasiado: existe también la ecología del hombre. También el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo arbitrariamente. El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando escucha la naturaleza, la respeta y cuando se acepta como lo que es, y que no se ha creado a sí mismo. Así, y sólo de esta manera, se realiza la verdadera libertad humana.

Volvamos a los conceptos fundamentales de naturaleza y razón, de los cuales habíamos partido. El gran teórico del positivismo jurídico, Kelsen, a la edad de 84 años – en 1965 – abandonó el dualismo de ser y de deber ser. Había dicho que las normas podían derivar solamente de la voluntad. En consecuencia, la naturaleza podría contener en sí normas sólo si una voluntad hubiese puesto estas normas en ella. Esto, por otra parte, supondría un Dios creador, cuya voluntad ha entrado en la naturaleza. "Discutir sobre la verdad de esta fe es algo absolutamente vana", afirma a este respecto.5 ¿Lo es verdaderamente?, quisiera preguntar. ¿Carece verdaderamente de sentido reflexionar sobre si la razón objetiva que se manifiesta en la naturaleza no presuponga una razón creativa, un Creator Spiritus?

A este punto, debería venir en nuestra ayuda el patrimonio cultural de Europa. Sobre la base de la convicción sobre la existencia de un Dios creador, se ha desarrollado el concepto de los derechos humanos, la idea de la igualdad de todos los hombres ante la ley, la consciencia de la inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la responsabilidad de los hombres por su conducta. Estos conocimientos de la razón constituyen nuestra memoria cultural. Ignorarla o considerarla como mero pasado sería una amputación de nuestra cultura en su conjunto y la privaría de su totalidad. La cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma – del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa. Con la certeza de la responsabilidad del hombre ante Dios y reconociendo la dignidad inviolable del hombre, de cada hombre, este encuentro ha fijado los criterios del derecho; defenderlos es nuestro deber en este momento histórico.

Al joven rey Salomón, a la hora de asumir el poder, se le concedió lo que pedía. ¿Qué sucedería si nosotros, legisladores de hoy, se nos concediese formular una petición? ¿Qué pediríamos? En último término, pienso que, también hoy, no podríamos desear otra cosa que un corazón dócil: la capacidad de distinguir el bien del mal, y así establecer un verdadero derecho, de servir a la justicia y la paz. Gracias por su atención.


Discurso de despedida del Papa en el aeropuerto de Lahr

FRIBURGO, domingo 25 de septiembre de 2011

Señor Presidente Federal,
Distinguidos Representantes del Gobierno Federal,
del Land Baden Württemberg y de los ayuntamientos,
Queridos Hermanos en el Episcopado,
Distinguidos señores y señoras.

Antes de dejar Alemania, quiero dar las gracias por los días pasados en mi patria, tan conmovedores y ricos de acontecimientos.

Le agradezco, Señor Presidente Federal Wulff, su acogida en Berlín en nombre del pueblo alemán y que ahora, en el momento de la despedida, me haya honrado de nuevo con sus amables palabras. Doy las gracias a los Representantes del Gobierno Federal y de los Gobiernos de los Länder que han venido a la ceremonia de despedida. Un gracias de corazón al Arzobispo de Friburgo, Mons. Zollitsch, que me ha acompañado durante todo el viaje. Hago, naturalmente, extensible también mi agradecimiento al Arzobispo de Berlín, Mons. Woelki, y al Obispo de Erfurt, Mons. Wanke, que me han mostrado igualmente su hospitalidad, sin olvidar a todo el Episcopado alemán. Por último, dirijo un especial agradecimiento a todos los que han preparado entre bastidores estos cuatro días, asegurando su desarrollo sin inconvenientes: a las instituciones municipales, a las fuerzas del orden, a los servicios sanitarios, a los responsables de los transportes públicos y también a los numerosos voluntarios. Doy las gracias a todos por estos días espléndidos, por tantos encuentros personales y por las incontables muestras de atención y afecto con que me han colmado.

En Berlín, la capital federal, tuve una ocasión especial de hablar ante los parlamentarios del Deutscher Bundestag y exponerles algunas reflexiones sobres los fundamentos intelectuales del Estado. Pienso también con gozo en los fructuosos coloquios con el Presidente Federal y la Señora Canciller sobre la situación actual del pueblo alemán y de la comunidad internacional. Me ha emocionado particularmente la acogida cordial y el entusiasmo de tantas personas en Berlín.

En el País de la Reforma, el ecumenismo ha sido naturalmente uno de los puntos centrales del viaje. Quisiera resaltar aquí el encuentro con los representantes de la "Iglesia Evangélica en Alemania" en el que fue convento agustino, en Erfurt. Estoy profundamente agradecido por el intercambio fraterno y la oración común. Ha sido muy especial también el encuentro con los cristianos ortodoxos y ortodoxos orientales, así como con los judíos y los musulmanes.

Obviamente, esta visita estaba dirigida en manera especial a los católicos de Berlín, Erfurt, Eichsfeld y Friburgo. Recuerdo con agrado las celebraciones litúrgicas comunes, la alegría, el escuchar juntos la Palabra de Dios y el rezar unidos, particularmente en las zonas del País donde por decenios se ha intentado eliminar la religión de la vida de las gentes. Esto me permite tener confianza en el futuro del cristianismo en Alemania. Como en las visitas precedentes, aquí se ha podido experimentar que muchos dan testimonio de su fe y hacen visible su fuerza transformadora en el mundo de hoy.

Me ha alegrado mucho también, tras la impresionante Jornada Mundial de la Juventud en Madrid, estar de nuevo en Friburgo, con tantos jóvenes, en la vigilia de la juventud de ayer. Animo a la Iglesia en Alemania a seguir con fuerza y confianza el camino de la fe, que hace volver a las personas a las raíces, al núcleo esencial de la Buena Noticia de Cristo. Surgirán pequeñas comunidades de creyentes, y ya existen, que con el propio entusiasmo difundan rayos de luz en la sociedad pluralista, suscitando en otros la inquietud de buscar la luz que da la vida en abundancia. "Nada hay más bello que conocerlo y comunicar a los otros la amistad con él" (Homilía en el inicio solemne del Pontificado, 24 de abril de 2005). De esta experiencia crece al final la certeza: "Donde está Dios, allí hay futuro". Donde Dios está presente, allí hay esperanza y allí se abren nuevas prospectivas y con frecuencia insospechadas, que van más allá del hoy y de las cosas efímeras. En este sentido acompaño, con el pensamiento y la oración, el camino de la Iglesia en Alemania.

Regreso ahora a Roma con muchas experiencias y recuerdos de estos días en mi patria profundamente grabados. A la vez que aseguro mi oración por todos ustedes y por un buen futuro para nuestro País en paz y libertad, me despido con un cordial "Vergelt’s gott" [Dios se lo pague]. Que Dios les bendiga a todos.


Discurso del Papa en el encuentro con los seminaristas en Friburgo

Martes 27 de septiembre de 2011

Queridos seminaristas, queridos hermanos y hermanas.

Para mí es una gran alegría poder encontrarme aquí con los jóvenes que se encaminan para servir al Señor; que escuchan su llamada y quieren seguirlo. Quisiera dar las gracias de modo particularmente caluroso por la bella carta que el Rector del seminario y los seminaristas me han escrito. Realmente me ha tocado el corazón cómo habéis reflexionado sobre mi carta, y de ella habéis desarrollado vuestras preguntas y respuestas; con qué seriedad acogéis lo que he intentado proponer y, en base a esto, desarrolláis vuestro propio camino.

Ciertamente lo más bonito sería que pudiésemos tener un diálogo juntos, pero el horario del viaje, al que estoy obligado y debo obedecer, por desgracia, no me permite cosas de este tipo. Puedo solamente intentar subrayar una vez más algunos pensamientos a la luz de lo que habéis escrito y de lo que yo había escrito.

En el contexto de la pregunta: “¿De qué forma parte el seminario; qué significa este periodo?” en el fondo, me impacta cada vez más que nada el modo en que san Marcos, en el tercer capítulo de su Evangelio, describe la constitución de la comunidad de los Apóstoles: “El Señor instituyó a los Doce”. Él crea algo, Él hace algo, se trata de un acto creador. Él los crea, “para que estuvieran con él, y para enviarlos”(cfr. Mc 3, 14): esta es una doble voluntad que, bajo ciertos aspectos, parece contradictoria. “Para que estuvieran con él”: tienen que estar con Él, para llegar a conocerle, para escucharle, para dejarse plasmar por Él; tienen que ir con Él, estar con Él en camino, alrededor de Él y detrás de Él. Per al mismo tiempo deben ser enviados que parten, que llevan fuera lo que han aprendido, lo llevan a los demás hombres en camino – hacia laperiferia, en el vasto ambiente, también hacia lo que está muy alejado de Él. Y sin embargo, estos aspectos paradójicos van juntos: si ellos están verdaderamente con Él, entonces están siempre también en camino hacia los demás, entonces están en búsqueda de la oveja perdida, entonces van allí, tienen que transmitir lo que han encontrado, tienen que darle a conocer, convertirse en enviados. Y viceversa: si quieren ser verdaderos enviados, tienen que estar siempre con Él.

San Buenaventura dijo una vez que los Ángeles, allí donde van, por lejos que sea, se mueven siempre dentro de Dios. Así es también aquó: como sacerdotes debemos salir a los múltiples caminos en los que se encuentran los hombres, para invitarles a su banquete nupcial. Pero sólo podemos hacerlo permaneciendo siempre junto a Él. Y aprender esto, este salir fuera, ser enviados, junto con estar con Él, permanecer junto a Él, es – creo – precisamente lo que tenemos que aprender en el seminario. La forma correcta de permanecer con Él, de estar profundamente arraigados en Él – estar cada vez más con Él, conocerle cada vez más, separarse cada vez menos de Él – y al mimso tiempo salir cada vez más, llevar el mensaje, transmitirlo, no guardarlo para nosotros, sino llevar la Palabra a los que están alejados y que, sin embargo, en cuanto que criaturas de Dios y amados por Cristo, llevan en el corazón el deseo de Él.

El seminario es por tanto un tiempo para ejercitarse; ciertamente también para discernir y aprender: ¿Él me quiere para esto? La vocación debe ser confirmada, y de esto forma parte además la vida comunitaria y forma parte naturalmente el diálogo con los guías espirituales que tenéis, para aprender a discernir lo que es su voluntad. Y después aprender la confianza: si Él lo quiere realmente, entonces puedo confiarme a Él. En el mundo de hoy, que se transforma de modo increíble y en el que todo cambia continuamente, en el que los vínculos humanos se rompen porque tienen lugar nuevos encuentros, se hace cada vez más difícil creer: yo resistiré toda la vida. Ya para nosotros, en nuestros tiempos, no era fácil imaginar cuántas décadas Dios habría querido darme, cuánto habría cambiado el mundo. ¿Perseveraré con Él, tal como le prometí?... Es una pregunta que, precisamente, exige la comprobación de la vocación, pero después – más reconozco: sí, Él me quiere – también la confianza: si me quiere, entonces también me sostendrá; en la hora de la tentación, en la hora del peligro estará presente y me dará personas, me mostrará caminos, me sostendrá. Y la fidelidad es posible, porque Él está siempre presente, y porque Él existe ayer, hoy y mañana; porque Él no pertenece sólo a este tiempo, sino que es futuro y puede sostenernos en todo momento.

Un tiempo de discernimiento, de aprendizaje, de llamada... Y después, naturalmente, en cuanto que tiempo de estar con Él, tiempo de oración, de escucha de Él. Escuchar, aprender a escucharle de verdad – en la Palabra de la Sagrada Escritura, en la fe de la Iglesia, en la liturgia de la Iglesia – y aprender el hoy en su Palabra. En la exégesis aprendemos muchas cosas sobre el ayer: todo lo que existía entonces, qué fuentes hay, que comunidades existían, etc. También esto es importante. Pero más importante es que en este ayer nosotros aprendemos el hoy; que Él con estas palabras habla ahora y que éstas llevan todas en sí su hoy, y que, más allá de su inicio histórico, llevan en sí una plenitud que habla a todos los tiempos. Y es importante aprender esta actualidad de su hablar – aprender a escuchar – y así poder hablar de ella a los demás hombres. Ciertamente, cuando se prepara la homilía del Domingo, este hablar... Dios mío, ¡está a menudo tan lejos! Pero si yo vivo con la Palabra, entonces veo que no está lejos en absoluto, que es actualísima, está presente ahora, se refiere a mí y se refiere a los demás. Y entonces aprendo también a explicarla. Pero para esto se necesita un camino constante con la Palabra de Dios.

Estar personalmente con Cristo, con el Dios vivo, es una cosa; la otra es que siempre, sólo en el “nosotros” podemos creer. A veces digo: san Pablo escribió: “la fe viene de la escucha” – no del leer. Necesita también de la lectura, pero viene de la escucha, es decir, de la palabra viviente, de las palabras que los demás me dirigen y que puedo escuchar; de las palabras de la Iglesia a través de todos los tiempos, de la palabra actual que ésta me dirige mediante los sacerdotes, los obispos y los hermanos y hermanas. Forma parte de la fe el “tú” del prójimo, y forma parte de la fe el “nosotros”. E precisamente este ejercitarse en soportarse mutuamente es algo muy importante; aprender a acoger al otro como otro en su diferencia, y aprender que él tiene que soportarme a mí en mi diferencia, para llegar a ser un “nosotros”, para que un día también en la parroquia podamos formar una comunidad, llamar a las personas a entrar en la comunidad de la Palabra y estar juntos en camino hacia el Dios viviente. Forma parte de ello el “nosotros” concreto, como lo es seminario, como lo será la parroquia, pero también el mirar más allá del “nosotros” concreto y limitado al gran “nosotros” de la Iglesia en todo lugar y en todo tiempo, para no hacer de nosotros mismos el criterio absoluto. Cuando decimos: “Nosotros somos Iglesia” – sí, es verdad: somos nosotros, no cualquier persona. Pero el “nosotros” es más amplio que el grupo que lo está diciendo. El “nosotros” es la entera comunidad de los fieles, sí, allí existe, por así decirlo, el juicio de la mayoría de hecho, pero nunca puede haber una mayoría contra los Apóstoles y contra los Santos: esto sería una falsa mayoría. Nosotros somos Iglesia: ¡seámoslo! Seámoslo precisamente en el abrirnos y en el ir más allá de nosotros mismos y en serlo junto con los demás.

Creo que, en base al horario, quizás debería concluir. Quisiera solamente deciros una cosa más. La preparación al sacerdocio, el camino hacia él, requiere ante todo también el estudio. No se trata de una casualidad académica que se ha formado en la Iglesia occidental, sino que es algo esencial. Sabemos todos que san Pedro dijo: “Estad siempre dispuestos a defenderos delante de cualquiera que os pida razón de la esperanza que tenéis”(cfr. 1Pe 3, 15). Nuestro mundo hoy es un mundo racionalista y condicionado por la cientificidad, aunque a menudo se trate de una cientificidad sólo aparente. Pero el espíritu de la cientificidad, del comprender, del explicar, del poder saber, del rechazo a todo lo que no es racional, es dominante en nuestro tiempo. Hay en esto algo grande, aunque a menudo detrás se esconde mucha presunción e insensatez. La fe no es un mundo paralelo del sentimiento, que nos permitimos además como un “plus”, sino que es lo que abraza el todo, le da sentido, lo interpreta y le da también las directrices éticas interiores, para que sea comprendido y vivido de cara a Dios y a partir de Dios. Por esto es importante estar informados, comprendes, tener la mente abierta, aprender. Naturalmente, dentro de veinte años estarán de moda teorías filosóficas totalmente distintas de las de hoy: si pienso en lo que entre nosotros era la más alta y moderna moda filosófica y veo cómo todo eso ya se ha olvidado... A pesar de ello, no es inútil aprender estas cosas, porque en ellas hay también elementos duraderos. Y sobre todo, con ello aprendemos a juzgar, a seguir mentalmente un pensamiento – y a hacerlo de forma crítica – y aprendemos a hacer que, al pensar, la luz de Dios nos ilumine y no se apague. Estudiar es esencial: sólo así podemos hacer frente a nuestro tiempo y anunciarle el logos de nuestra fe. Estudiar también de forma crítica – en la conciencia, precisamente, de que mañana otro dirá algo distinto – pero ser estudiantes atentos y abiertos y humildes, para estudiar siempre con el Señor, ante el Señor y para Él.

Sí, podría decir aún muchas cosas, y quizás debería hacerlo... Pero os doy las gracias por la escucha. Y en la oración, todos los seminaristas del mundo están presentes en mi corazón – no tan bien, con el nombre de cada uno, como les he recibido aquí, pero con todo en una camino interior hacia el Señor: que Él los bendiga a todos, les dé luz a todos y les indique el camino correcto, y nos de muchos buenos sacerdotes. Gracias de corazón.