Edición NÚMERO 56
Octubre 2011

HOMILÍAS DEL PAPA BENEDICTO XVI DURANTE SU VIAJE APOSTÓLICO A ALEMANIA, ENTRE EL 22 Y EL 25 DE SETIEMBRE DE 2011( difundidos por la agencia católica Zenit)

Homilía del Papa en el Olympiastadion de Berlín

Jueves 22 de septiembre de 2011

Queridos hermanos en el episcopado, queridos hermanos y hermanas.

Ver que habéis llenado la amplia circunferencia del estadio olímpico, me causa gran alegría y confianza. Saludo con afecto a todos: a los fieles de la Archidiócesis de Berlín y de las diócesis alemanas, así como a los numerosos peregrinos provenientes de los países vecinos. Hace quince años, vino un Papa por vez primera a Berlín la capital federal. Tenemos todos un vivo recuerdo de la visita de mi venerado predecesor, el Beato Juan Pablo II, y de la Beatificación del Deán de la Catedral Bernhard Lichtenberg, junto a Karl Leisner, celebrada precisamente aquí, en este mismo lugar.

Pensando en estos beatos y en toda la corte de santos y beatos, podemos comprender lo que significa vivir como sarmientos de la verdadera vid, que es Cristo, y dar mucho fruto. El evangelio de hoy nos evoca la imagen de esa planta, que en Oriente crece lozana y es símbolo de fuerza y vida, metáfora también de la belleza y el dinamismo de la comunión de Jesús con sus discípulos y amigos.

En la parábola de la vid, Jesús nos dice: "Vosotros sois la vid", sino: "Yo soy la vid, vosotros los sarmientos" (Jn 15, 5). Y esto significa: "Así como los sarmientos están unidos a la vid, de igual modo vosotros me pertenecéis. Pero, perteneciendo a mí, pertenecéis también unos a otros". Y este pertenecerse uno a otro y a Él, no entraña un tipo cualquiera de relación teórica, imaginaria, simbólica, sino casi me atrevería a decir, un pertenecer a Jesucristo en sentido biológico, plenamente vital. La Iglesia es esa comunidad de vida con Él y de uno para con el otro, que está fundada en el Bautismo y se profundiza cada vez más en la Eucaristía. "Yo soy la verdadera vid", significa en realidad propiamente: "Yo soy vosotros y vosotros sois yo"; una identificación inaudita del Señor con nosotros, su Iglesia.

Cristo mismo presentó a Saulo, el perseguidor de la Iglesia, antes de llegar a Damasco: "¿Por qué me persigues?" (Hch 9, 4). De ese modo, el Señor señala el destino común que se deriva de la íntima comunión de vida de su Iglesia con Él, el Cristo resucitado. En este mundo, Él continúa viviendo en su Iglesia. Él está con nosotros, y nosotros con Él. "¿Por qué me persigues?" Por tanto, es Jesús quien sufre las persecuciones contra su Iglesia. Y, al mismo tiempo, no estamos solos cuando nos oprimen a causa de nuestra fe. Jesús está con nosotros.

En la parábola, Jesús continúa diciendo: "Yo soy la vid verdadera, y el Padre es el labrador" (Jn 15, 1), y explica que el viñador toma la podadera, corta los sarmientos secos y poda aquellos que dan fruto para que den más fruto. Usando la imagen del profeta Ezequiel, como hemos escuchado en la primera lectura, Dios quiere arrancar de nuestro pecho el corazón muerto, de piedra, para darnos un corazón vivo, de carne (cf. Ez 36, 26). Quiere darnos vida nueva y llena de fuerza. Cristo ha venido a llamar a los pecadores. Son ellos los que necesitan el médico, y no los sanos (cf. Lc 5, 31s). Y así, como dice el Concilio Vaticano II, la Iglesia es el "sacramento universal de salvación" (Lumen gentium 48) que existe para los pecadores, para abrirles el camino de la conversión, de la curación y de la vida. Ésta es la verdadera y gran misión de la Iglesia, que le ha sido confiada por Cristo.

Algunos miran a la Iglesia, quedándose en su apariencia exterior. De este modo, la Iglesia aparece únicamente como una organización más en una sociedad democrática, a tenor de cuyas normas y leyes se juzga y se trata una figura tan difícil de comprender como es la "Iglesia". Si a esto se añade también la experiencia dolorosa de que en la Iglesia hay peces buenos y malos, grano y cizaña, y si la mirada se fija sólo en las cosas negativas, entonces ya no se revela el misterio grande y profundo de la Iglesia.

Por tanto, ya no brota alegría alguna por el hecho de pertenecer a esta vid que es la "Iglesia". La insatisfacción y el desencanto se difunden si no se realizan las propias ideas superficiales y erróneas acerca de la "Iglesia" y los "ideales sobre la Iglesia" que cada uno tiene. Entonces, cesa también el alegre canto: "Doy gracias al Señor, porque inmerecidamente me ha llamado a su Iglesia", que generaciones de católicos han cantado con convicción.

El Señor continúa su discurso: "Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí… porque sin mí -separados de mi, podría traducirse también- no podéis hacer nada" (Jn 15, 4. 5b).

Cada uno de nosotros ha de afrontar una decisión a este respecto. El Señor nos dice de nuevo en una parábola lo seria que es: "Al que no permanece en mí lo tiran fuera como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, arden" (Jn 15, 6). Sobre esto, dice San Agustín: "El sarmiento ha de estar en uno de esos dos lugares: o en la vid o en el fuego; si no está en la vid estará en el fuego.

Permaneced, pues, en la vid para librarse del fuego" (In Ioan. Ev. Tract., 81, 3 [PL 35, 1842]).

La opción que se plantea nos hace comprender de forma insistente el significado existencial de nuestras decisiones de vida. Al mismo tiempo, la imagen de la vid es un signo de esperanza y confianza. Encarnándose, Cristo mismo ha venido a este mundo para ser nuestro fundamento. En cualquier necesidad y arridez, Él es la fuente de agua viva, que nos nutre y fortalece. Él en persona carga sobre sí el pecado, el miedo y el sufrimiento y, en definitiva, nos purifica y transforma misteriosamente en vino bueno. En esos momentos de necesidad nos sentimos a veces aplastados bajo una prensa, como los racimos de uvas que son exprimidos completamente. Pero sabemos que, unidos a Cristo, nos convertimos en vino de solera. Dios sabe transformar en amor incluso las cosas difíciles y agobiantes de nuestra vida.

Lo importante es que "permanezcamos" en la vid, en Cristo. En esta breve perícopa, el evangelista usa la palabra "permanecer" una docena de veces. Este "permanecer-en-Cristo" caracteriza todo el discurso. En nuestro tiempo de inquietudes e indiferencia, en el que tanta gente pierde el rumbo y el fundamento; en el que la fidelidad del amor en el matrimonio y en la amistad es frágil y efímera; en el que desearíamos gritar, en medio de nuestras necesidades, como los discípulos de Emaús: "Señor, quédate con nosotros, porque anochece (cf. Lc 24, 29), porque las tinieblas nos rodean"; el Señor resucitado nos ofrece aquí un refugio, un lugar de luz, de esperanza y confianza, de paz y seguridad. Donde la aridez y la muerte amenazan a los sarmientos, allí en Cristo hay futuro, vida y alegría.

Permanecer en Cristo significa, como ya hemos visto, permanecer también en la Iglesia. Toda la comunidad de los creyentes está firmemente unida en Cristo, la vid. En Cristo, todos nosotros estamos unidos. En está comunidad, Él nos sostiene y, al mismo tiempo, todos los miembros se sostienen recíprocamente. Ellos resisten juntos a las tempestades y se protegen mutuamente. Nosotros no creemos solos, sino que creemos con toda la Iglesia.

La Iglesia como mensajera de la Palabra de Dios y dispensadora de los sacramentos nos une a Cristo, la verdadera vid. La Iglesia como "la plenitud y el complemento del Redentor" (Pío XII, Mystici corporis, AAS 35 [1943] p. 230: "Plenitudo et complementum Redemptoris") es para nosotros prenda de la vida divina y mediadora de los frutos de los que habla la parábola de la vid. La Iglesia es el don más bello de Dios. Por tanto, como dice también San Agustín: "En la medida en que uno ama a la Iglesia de Cristo, posee el Espíritu Santo" (In Ioan. Ev. Tract. 32, 8 [PL 35, 1646]). Con la Iglesia y en la Iglesia podemos anunciar a todos los hombres que Cristo es la fuente de la vida, que Él está presente, que Él es la gran realidad que anhelamos. Él se entrega a sí mismo. Quien cree en Cristo, tiene futuro. Porque Dios no quiere lo que es árido, muerto, artificial, lo que al final es desechado, sino que quiere las cosas fecundas y vivas, la vida en abundancia.

Queridos hermanos y hermanas, deseo que todos descubráis cada vez más profundamente la alegría de estar unidos a Cristo en la Iglesia, que podáis encontrar en vuestras necesidades consuelo y redención y lleguéis a ser cada vez más el vino delicioso de la alegría y del amor de Cristo para este mundo. Amén.


Vigilia del Papa con los jóvenes en la Feria de Friburgo

Sábado 24 de septiembre de 2011

Queridos jóvenes amigos.

He pensado con gozo todo el día en esta noche, en la que estaría aquí con vosotros, unidos en la oración. Algunos habéis participado tal vez en la Jornada Mundial de la Juventud, donde experimentamos esa atmósfera especial de tranquilidad, de profunda comunión y de alegría interior que caracteriza una vigilia nocturna de oración. Espero que también nosotros podamos tener esa misma experiencia en este momento: que el Señor nos toque y nos haga testigos gozosos, que oran juntos y se hacen responsables los unos de los otros, no solamente esta noche, sino también durante toda la vida.

En todas las iglesias, en las catedrales y conventos, en cualquier lugar donde se reúnen los fieles para celebrar la Vigilia pascual, la más santa de todas las noches, ésta se inaugura encendiendo el cirio pascual, cuya luz se trasmite a todos los participantes. Una pequeña llama irradia en muchas luces e ilumina la casa de Dios en tinieblas. En este maravilloso rito litúrgico, que hemos imitado en está vigilia de oración, se nos revela mediante signos más elocuentes que las palabras el misterio de nuestra fe cristiana. Jesús, que dice de sí mismo: "Yo soy la luz del mundo" (Jn 8, 12), hace brillar nuestra vida, para que se cumpla lo que acabamos de escuchar en el Evangelio: "Vosotros sois la luz del mundo" (Mt 5, 14). No son nuestros esfuerzos humanos o el progreso técnico de nuestro tiempo los que aportan luz al mundo. Una y otra vez, debemos experimentar que nuestro esfuerzo por un orden mejor y más justo tiene sus límites. El sufrimiento de los inocentes y, más aún, la muerte de cualquier hombre, producen una oscuridad impenetrable que, quizás, con nuevas experiencias, se esclarece de momento, como un rayo en la noche. Pero, al final, queda una oscuridad angustiosa.

Puede haber en nuestro entorno tiniebla y oscuridad y, sin embargo, vemos una luz: una pequeña llama, minúscula, que es más fuerte de la oscuridad, en apariencia poderosa e insuperable. Cristo, resucitado de entre los muertos, brilla en el mundo, y lo hace de la forma más clara, precisamente allí donde según el juicio humano todo parece sombrío y sin esperanza. Él ha vencido a la muerte, vive, y la fe en Él, como una pequeña luz, penetra todo lo que es oscuridad y zozobra. Ciertamente, quien cree en Jesús no siempre ve solamente el sol en la vida, casi como si pudiera ahorrarse sufrimientos y dificultades; ahora bien, tiene siempre una luz clara que le muestra el camino hacia la vida en abundancia (cf. Jn 10, 10). Los ojos de los que creen en Cristo vislumbran aun en la noche más oscura una luz, y ven ya la claridad de un nuevo día.

La luz no se queda sola. A su alrededor se encienden otras luces. Bajo sus rayos se delinean los contornos del ambiente, de forma que podemos orientarnos. No vivimos solos en el mundo. Precisamente en las cosas importantes de la vida tenemos necesidad de otras personas. Así, en particular, no estamos solos en la fe, somos eslabones de la gran cadena de los creyentes. Ninguno llega a creer si no está sostenido por la fe de los otros y, por otra parte, con mi fe, contribuyo a confirmar a los demás en la suya. Nos ayudamos recíprocamente a ser ejemplos los unos para los otros, compartimos con los otros lo que es nuestro, nuestros pensamientos, nuestras acciones y nuestro afecto. Y nos ayudamos mutuamente a orientarnos, a discernir nuestro puesto en sociedad.

Queridos amigos, "Yo soy la luz del mundo – vosotros sois la luz del mundo", dice el Señor. Es algo misterioso y grandioso que Jesús diga lo mismo de sí y de cada uno de nosotros, es decir, "ser luz". Si creemos que Él es el Hijo de Dios, que ha sanado los enfermos y resucitado los muertos, más aún, que Él ha resucitado del sepulcro y vive verdaderamente, entonces comprendemos que Él es la luz, la fuente de toda las luces de este mundo. Nosotros, en cambio, una y otra vez experimentamos el fracaso de nuestros esfuerzos y el error personal a pesar de nuestra mejor intención. Por lo que se ve, el mundo en que vivimos, no obstante los progresos técnicos nunca llega en definitiva a ser mejor. Sigue habiendo guerras, terror, hambre y enfermedades, pobreza extrema y represión sin piedad. E incluso aquellos que en la historia se han creído "portadores de luz", pero sin haber sido iluminados por Cristo, única luz verdadera, no han creado ciertamente paraíso terrenal alguno, sino que, por el contrario, han instaurado dictaduras y sistemas totalitarios, en los que se ha sofocado hasta la más pequeña chispa de humanidad.

Llegados a este punto, no debemos silenciar el hecho de que el mal existe. Lo vemos en tantos lugares del mundo; pero lo vemos también, y esto nos asusta, en nuestra vida. Sí, en nuestro propio corazón existe la inclinación al mal, el egoísmo, la envidia, la agresividad. Quizás, con una cierta autodisciplina, esto puede ser de algún modo controlable. Pero es más difícil con formas de mal más bien oscuras, que pueden envolvernos como una niebla difusa, como la pereza, la lentitud en querer y hacer el bien. En la historia, algunos finos observadores han señalado frecuentemente que el daño a la Iglesia no lo provocan sus adversarios, sino los cristianos mediocres. ¿Cómo puede entonces decir Cristo que los cristianos, y también aquellos cristianos débiles y frecuentemente mediocres, son la luz del mundo? Quizás lo entendiéramos si Él gritase: ¡Convertíos! ¡Sed la luz del mundo! ¡Cambiad vuestra vida, hacedla clara y resplandeciente! ¿No debemos quizás quedar sorprendidos de que el Señor no nos dirija una llamada de atención, sino que afirme que somos la luz del mundo, que somos luminosos y que brillamos en la oscuridad?

Queridos amigos, el apóstol san Pablo, se atreve a llamar "santos" en muchas de sus cartas a sus contemporáneos, los miembros de las comunidades locales. Con ello, se subraya que todo bautizado es santificado por Dios, incluso antes de poder hacer obras buenas y actos concretos. En el Bautismo, el Señor enciende por decirlo así una luz en nuestra vida, una luz que el catecismo llama la gracia santificante. Quien conserva dicha luz, quien vive en la gracia, es ciertamente santo.

Queridos amigos, tantas veces, se ha caricaturizado la imagen de los santos y se los ha presentado de modo distorsionado, como si ser santos significase estar fuera de la realidad, ingenuos y sin alegría. A menudo, se piensa que un santo sea aquel que lleva a cabo acciones ascéticas y morales de altísimo nivel y que precisamente por ello se puede venerar, pero nunca imitar en la propia vida. Qué equivocada y decepcionante es esta opinión. No existe algún santo, excepto la bienaventurada Virgen María, que no haya conocido el pecado y que nunca haya caído en él. Queridos amigos, Cristo no se interesa tanto por las veces que vaciláis o caéis en la vida, sino por las veces que os levantáis. No exige acciones extraordinarias, quiere, en cambio, que su luz brille en vosotros. No os llama porque sois buenos y perfectos, sino porque Él es bueno y quiere haceros amigos suyos. Sí, vosotros sois la luz del mundo, porque Jesús es vuestra luz. Vosotros sois cristianos, no porque hayáis cosas especiales y extraordinarias, sino porque Él, Cristo, es vuestra vida. Sois santos porque su gracia actúa en vosotros.

Queridos amigos, esta noche, en la que estamos reunidos en oración en torno al único Señor, entrevemos la verdad de la Palabra de Cristo, según la cual no se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Esta asamblea brilla en los diversos sentidos de la palabra: en la claridad de innumerables luces, en el esplendor de tantos jóvenes que creen en Cristo. Una vela puede dar luz solamente si la llama la consume. Sería inservible si su cera no alimentase el fuego. Permitid que Cristo arda en vosotros, aun cuando ello comporte a veces sacrificio y renuncia. No temáis perder algo y quedaros al final, por así decirlo, con las manos vacías. Tened la valentía de usar vuestros talentos y dones al servicio del Reino de Dios y de entregaros vosotros mismos, como la cera de la vela, para que el Señor ilumine la oscuridad a través de vosotros. Tened la osadía de ser santos brillantes, en cuyos ojos y corazones reluzca el amor de Cristo, llevando así luz al mundo. Confío que vosotros y tantos otros jóvenes aquí en Alemania sean llamas de esperanza que no queden ocultas. "Vosotros sois la luz del mundo". Dios es vuestro futuro. Amén.


Homilía del Papa en la Misa en el aeropuerto de Friburgo

Domingo 25 de septiembre de 2011

Queridos hermanos y hermanas.

Me emociona celebrar aquí, una vez más, la Eucaristía, la Acción de Gracias, con tanta gente llegada de distintas partes de Alemania y de los países limítrofes. Dirijamos nuestro agradecimiento sobre todo a Dios, en el cual vivimos y nos movemos. También a todos vosotros por vuestra oración por el Sucesor de Pedro, para que siga ejerciendo su ministerio con alegría y esperanza confiada, confirmando a los hermanos en la fe.

"Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia…", hemos dicho en la oración colecta. En la primera lectura, hemos escuchado cómo Dios ha manifestado en la historia de Israel el poder de su misericordia. La experiencia del exilio en Babilonia había hecho caer al pueblo en una crisis de fe: ¿Por qué sobrevino esta calamidad? ¿Acaso Dios no era verdaderamente poderoso?

Ante todas las cosas terribles que suceden hoy en el mundo, hay teólogos que dicen que Dios no puede ser omnipotente. Frente a esto, profesamos nuestra fe en Dios Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Nos alegramos y agradecemos que Él sea todopoderoso. Pero, al mismo tiempo, debemos darnos cuenta de que Él ejerce su poder de manera distinta a como suelen hacer los hombres. Él mismo ha puesto un límite a su poder al reconocer la libertad de sus criaturas. Estamos alegres y agradecidos por el don de la libertad. Sin embargo, cuando vemos las cosas tremendas que suceden por su causa, nos asustamos.

Confiemos en Dios, cuyo poder se manifiesta sobre todo en la misericordia y el perdón. Queridos hermanos, no dudemos de que Dios desea la salvación de su pueblo. Desea nuestra salvación. Siempre, y sobre todo en los tiempos de peligro y de cambio radical, Él nos acompaña, su corazón se conmueve por nosotros, se inclina sobre nosotros. Para que el poder de su misericordia pueda alcanzar nuestros corazones, es necesario que nos abramos a Él, que estemos dispuestos a abandonar el mal, a superar la indiferencia y a dar cabida a su Palabra. Dios respeta nuestra libertad. No nos coacciona.

Jesús retoma en el Evangelio este tema fundamental de la predicación profética. Narra la parábola de los dos hijos enviados por el padre a trabajar en la viña. El primer hijo responde: "«No quiero». Pero después se arrepintió y fue" (Mt 21, 29). El otro, sin embargo, dijo al padre: "«Voy, señor». Pero no fue" (Mt 21, 30). A la pregunta de Jesús, sobre quién de los dos ha hecho la voluntad del padre, los que le escuchaban responden: "El primero" (Mt 21, 31). El mensaje de la parábola es claro: no cuentan las palabras, sino las obras, los hechos de conversión y de fe. Jesús dirige este mensaje a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, es decir, a los que entienden de religión en el pueblo de Israel. En un primer momento, ellos dicen "sí" a la voluntad de Dios, pero su religiosidad acaba siendo una rutina, y Dios ya no les inquieta. Por esto perciben el mensaje de Juan el Bautista y de Jesús como una molestia. Así, el Señor concluye su parábola con palabras drásticas: "Los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y las prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis" (Mt 21, 31-32). Traducida al lenguaje de nuestro tiempo, la afirmación podría sonar más o menos así: los agnósticos que no encuentran paz por la cuestión de Dios; las personas que sufren a causa de nuestros pecados y tienen deseo de un corazón puro, están más cercanos al Reino de Dios que los fieles rutinarios, que ya solamente ven en la Iglesia el boato, sin que su corazón quede tocado por la fe.

De este modo, la palabra de Jesús nos debe hacer reflexionar, es más, nos debe impactar a todos. Sin embargo, esto no significa en modo alguno que todos los que viven en la Iglesia y trabajan en ella deban ser considerados alejados de Jesús y del Reino de Dios. No, absolutamente no. En este momento, más bien debemos dirigir una palabra de profundo agradecimiento a tantos colaboradores, empleados y voluntarios, sin los cuales sería impensable la vida en las parroquias y en toda la Iglesia. La Iglesia en Alemania tiene muchas instituciones sociales y caritativas, en las cuales el amor por el prójimo se lleva a cabo de una forma socialmente eficaz y que llega a los confines de la tierra. Quisiera expresar mi gratitud y aprecio a todos aquellos que colaboran en Caritas alemana o en otras organizaciones, o que generosamente ponen a disposición su tiempo y sus fuerzas para las tareas de voluntariado en la Iglesia. Este servicio requiere, ante todo, una competencia objetiva y profesional. Pero en el espíritu de la enseñanza de Jesús se necesita algo más: un corazón abierto, que se deja conmover por el amor de Cristo, y así presta al prójimo que nos necesita más que un servicio técnico: amor, con el que se muestra al otro el Dios que ama, Cristo. Entonces preguntémonos: ¿Cómo es mi relación personal con Dios, en la oración, en la participación a la Misa dominical, en la profundización de la fe mediante la meditación de la Sagrada Escritura y el estudio del Catecismo de la Iglesia Católica? Queridos amigos, en último término, la renovación de la Iglesia puede llevarse a cabo solamente mediante la disponibilidad a la conversión y una fe renovada.

En el Evangelio de este domingo se habla de dos hijos, tras los cuales, está de modo misterioso un tercero. El primer hijo dice no, pero hace lo que se le ordena. El segundo dice sí, pero no cumple la voluntad del padre. El tercero dice "sí" y hace lo que se le ordena. Este tercer hijo es el Hijo unigénito de Dios, Jesucristo, que nos ha reunido a todos aquí. Jesús, entrando en el mundo, dijo: "He aquí que vengo… para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad" (Hb 10, 7). Este "sí", no solamente lo pronunció, sino que también lo cumplió. En el himno cristológico de la segunda lectura se dice: "El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte y una muerte de cruz" (Flp 2, 6-8). En la humildad y la obediencia, Jesús ha cumplido la voluntad del Padre, ha muerto en la cruz por sus hermanos y hermanas y nos ha redimido de nuestra soberbia y obstinación. Démosle gracias por su sacrificio, doblemos nuestra rodilla ante su Nombre y proclamemos junto con los discípulos de la primera generación: "Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre" (Flp 2, 10).

La vida cristiana debe medirse continuamente con Cristo: "Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús" (Flp 2, 5), escribe san Pablo en la introducción al himno cristológico. Algunos versículos antes, había exhortado: "Si queréis darme el consuelo de Cristo y aliviarme con vuestro amor, si nos une el mismo Espíritu y tenéis entrañas compasivas, dadme esta gran alegría: manteneos unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir" (Flp 2, 1-2). Como Cristo estaba totalmente unido al Padre y le obedecía, así sus discípulos deben obedecer a Dios y tener entre ellos un mismo sentir.

 Queridos amigos, con Pablo me atrevo a exhortaros: Dadme esta gran alegría estando firmemente unidos a Cristo. La Iglesia en Alemania superará los grandes desafíos del presente y del futuro y seguirá siendo fermento en la sociedad, si los sacerdotes, las personas consagradas y los laicos que creen en Cristo, fieles a su vocación especifica, colaboran juntos; si las parroquias, las comunidades y los movimientos se sostienen y se enriquecen mutuamente; si los bautizados y confirmados, en comunión con su obispo, tienen alta la antorcha de una fe inalterada y dejan que ella ilumine sus ricos conocimientos y capacidades. La Iglesia en Alemania seguirá siendo una bendición para la comunidad católica mundial, si permanece fielmente unida a los sucesores de San Pedro y de los Apóstoles, si de diversos modos cuida la colaboración con los países de misión y se deja también "contagiar" en esto por la alegría en la fe de las iglesias jóvenes.

Pablo une la llamada a la humildad con la exhortación a la unidad: "No obréis por rivalidad ni por ostentación, considerando por la humildad a los demás superiores a vosotros. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás" (Flp 2, 3-4). La vida cristiana es una pro-existencia: un ser para el otro, un compromiso humilde para con el prójimo y con el bien común. Queridos fieles, la humildad es una virtud que hoy no goza de gran estima, pero los discípulos del Señor saben que esta virtud es, por decirlo así, el aceite que hace fecundos los procesos de diálogo, fácil la colaboración y cordial la unidad. Humilitas, la palabra latina para "humildad", está relacionada conhumus, es decir con la adherencia a la tierra, a la realidad. Las personas humildes tienen los pies en la tierra. Pero, sobre todo, escuchan a Cristo, la Palabra de Dios, que renueva sin cesar a la Iglesia y a cada uno de sus miembros.

Pidamos a Dios el ánimo y la humildad de avanzar por el camino de la fe, de alcanzar la riqueza de su misericordia y de tener la mirada fija en Cristo, la Palabra que hace nuevas todas las cosas, que para nosotros es "Camino, Verdad y Vida" (Jn 14, 6), que es nuestro futuro. Amén.