Septiembre 2008 / NÚMERO 19

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“Quiero ser útil a los de mi raza”

(Beato Ceferino Namuncurá)

Homilía en el Domingo de oración por los pueblos originarios
Catedral Metropolitana de Santiago de Chile
31 de Agosto de 2008

Texto evangélico: Mt 28, 16-20

Ante todo, queridas y queridos hermanos, deseo hacerme eco del cordial saludo de nuestro Arzobispo de Santiago, el Cardenal Francisco Javier Errázuriz, en estos momentos en Roma. Él me ha delegado para presidir la Eucaristía en su Catedral. Con gusto y gratitud asumo esta delegación pastoral. Y con mucha alegría quiero compartir con ustedes estas reflexiones personales a la luz de la Palabra de Dios y de la enseñanza de nuestra madre Iglesia.

Este domingo, día de Oración por los pueblos Originarios, nos invita a dar gracias por el don de miles de hermanos y hermanas que conservan en sus culturas y tradiciones un tesoro que hace fecunda nuestra patria. Habitantes primigenios de estas tierras lejanas, comunidades como los aymaras, rapanui, onas, pehuenches, picunches, chonos, mapuches, entre tantos otros, estaban en el plan de Dios cuando Jesús, antes de subir al cielo, envía a sus apóstoles a predicar el Evangelio hasta los confines de la tierra.

“Como discípulos de Jesucristo, encarnado en la vida de todos los pueblos descubrimos y reconocemos desde la fe las “semillas del Verbo” presentes en las tradiciones y culturas de los pueblos indígenas de América Latina. De ellos valoramos su profundo aprecio comunitario por la vida, presente en toda la creación, en la existencia cotidiana y en la milenaria experiencia religiosa, que dinamiza sus culturas, la que llega a su plenitud en la revelación del verdadero rostro de Dios por Jesucristo” (Documento de Aparecida, 259).

Tras haber peregrinado por este mundo como un hombre sencillo, pobre, Jesús compartió la suerte de los más necesitados y por ellos entregó la vida. Compartió su Evangelio con cuantos se acercaron a él, ante el asombro de muchos que no comprendían cómo el hijo del carpintero San José, podía guardar tal sabiduría proviniendo de una cuna tan modesta. Pero esa es la cuna de la Iglesia… Es la cuna que nos honra y que nos constituye en esta tarde dominical en Asamblea santa de Dios.

Sencillez, sabiduría y amor por la comunidad y la familia de los hijos de su tierra fueron rasgos característicos con que Jesús de Nazaret, hijo de Dios, se hizo hermano de los hombres, asumiendo su condición frágil, pero también consciente de su dignidad humana.

Son estos rasgos los que hoy también contemplamos como presencia de Jesucristo en ustedes, hermanos y hermanas de diversos pueblos originarios.

 

La sencillez

En un mundo aprisionado por una fiebre de poseer bienes materiales, casi desesperadamente luchando por acumular riquezas que sólo conducen a la avaricia, ustedes dan testimonio de simpleza y desprendimiento. A ejemplo de Jesús, que constituyó en la Iglesia una comunidad de hermanos, ya antes de la llegada del Evangelio a América, ustedes vivían, y viven hasta hoy, ese sentido comunitario de la sociedad, donde el compartir prima por sobre el competir. En esta perspectiva no cabe el lujo ni el acaparamiento de riquezas, porque el trigo, el piñón, el maíz y el agua, son bienes de toda la comunidad. Como el pan del Señor, que se parte, se reparte y se comparte. Es un pan simple, pero que a todos les llega por igual y para todos alcanza.

Por eso, no podemos ser ciegos al hecho de que esa sencillez en que buscan vivir por naturaleza, muchas veces también es pobreza material que no ha sido abordada efectivamente. Los pueblos originarios hoy demandan justamente mejores niveles de vida y más oportunidades. Sabemos que las políticas públicas no han sido lo suficientemente exitosas para superar tantos problemas que los aquejan como deficiencias en la educación, salud, poca calificación laboral y carencia de tierras. Como sociedad no nos hemos hecho cargo en plenitud de estos dolores de Cristo en sus hermanos más pobres.

Hoy le pedimos al Dios de la Justicia que ilumine las mentes y los corazones de aquellos en cuyas manos están las posibilidades de dignificar a los pueblos originarios con más y mejores oportunidades de desarrollo integral, velando siempre por el respeto de su identidad.

 

La sabiduría y la comunidad familiar

La misma sencillez de los pueblos originarios los ha llevado a contemplar y descubrir en la naturaleza tesoros de gran valor. Su aprecio a la tierra, la relación sana con el medioambiente, su cuidado por el agua, entre otras actitudes hacia la creación, ha cultivado en sus corazones una sabiduría única que han puesto al servicio de todos. Una sabiduría que va mucho más allá de los llamados “secretos de la naturaleza” de los que tanto nos beneficiamos todos.

Hoy el mensaje de los pueblos originarios respecto de la creación adquiere una especial connotación cuando en las altas esferas mundiales se intenta asumir -no siempre con éxito- el desafío ecológico de nuestros tiempos.

Pero también los distingue aquella sabiduría de poner a la familia al centro de la comunidad social. Los lazos de respeto y fidelidad que pasan de padres a hijos constituyen un valor especial. Son ellos la más firme esperanza de la conservación de las tradiciones y el patrimonio cultural que los identifica como únicos en el mundo.

Esos mismo lazos, que los cohesionan en el trabajo cotidiano y los arraigan a su tierra, han sido fundamentales en la transmisión de la fe cristiana, y en el encuentro entre sus propias culturas y el Evangelio de Jesucristo que es para todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Sin duda, la Palabra de Dios encontró en el corazón de los pueblos originarios de Chile una tierra fértil para ser sembrada, y adquirió un renovado cariz que hoy sostiene a muchos de ustedes en una vida llena de desafíos. 

Por eso, hoy también le pedimos al Padre Creador, que haga florecer en medio de sus familias y comunidades esa sabiduría que no se contrapone al Evangelio, sino que la hace brillar con una luz especial desde el más claro cielo altiplánico hasta el extremo sur de nuestra tierra, donde aún permanecen hermanos de etnias originarias en amenaza de desaparecer. ¡Que Dios los fortalezca con su gracia y nos muestre el camino para apoyarlos oportunamente!

 

Encuentro y reconciliación

El mensaje que Jesucristo envía a anunciar a todos los rincones de la tierra no es sino su propia Paz. La paz que Él regala a los corazones que la acogen en sus propias realidades. Así como el Evangelio se expandió desde Galilea hacia Europa, África y Asia en los primeros siglos de la era cristiana, también llegó a nuestra América indómita y a nuestro Chile.

En general, los pueblos originarios de nuestro continente y de nuestra patria supieron descubrir en la fe en Jesús aquel manantial de vida que hace fecunda la vida, lo mismo que el agua a la tierra. Como el beato Ceferino Namuncurá, que sin abandonar su fuerte identidad mapuche, se hizo testigo de Cristo en medio de sus hermanos. Su testimonio, nacido de su encuentro con Jesús en las misiones de la  Congregación de San Juan Bosco, los padres Salesianos, ha calado hondo en la Iglesia latinoamericana, especialmente por su firme decisión de ser promotor del Evangelio entre los suyos. “Quiero ser útil a los de mi raza”, afirmaba Ceferino en su adolescencia, antes de abandonar su Patagonia natal para estudiar, para querer ser sacerdote y adquirir nuevos conocimientos en Buenos Aires.

Su breve pero intensa vida apostólica, pues Ceferino murió a los 18 años, estuvo atravesada por el amor a su pueblo mapuche, como lo plasmó en oraciones y cartas. Quería consagrar su vida a compartir la riqueza que había hallado en el Evangelio, especialmente difundiéndolo entre su familia y con su comunidad de origen.

Ese ardor por difundir el Evangelio hoy debe inspirarnos en primer término para enfrentar los desafíos y las luchas que dan los pueblos originarios por su reconocimiento, el respeto de su identidad, la preservación de sus culturas y la promoción de sus hombres y mujeres.

El mensaje que conquistó a Ceferino era de paz para su pueblo. Esto no implicaba un sometimiento a las crueldades que muchas veces padecían, pero sí una búsqueda de soluciones al estilo de Jesús, que nos amó y se entregó por nosotros por los caminos de la justicia y de la paz.

Hoy más que nunca se hace imprescindible establecer un diálogo inspirado en la verdad, el respeto y la dignidad de las personas, para encontrar soluciones definitivas a las justas demandas de los pueblos originarios. Pero teniendo siempre presente que la violencia como camino de lucha jamás permitirá alcanzar la paz que tanto queremos para todos. Desde la Iglesia hemos señalado que estas situaciones “se deben al desconocimiento, prejuicios y discriminación hacia los indígenas; de políticas que se han demostrado inadecuadas, y de una instrumentalización por parte de personas ajenas a esta realidad que obstruyen los acuerdos con agitación y violencia” (Mons. Alejandro Goic, Presidente de la Conferencia Episcopal, 14 de enero de 2008).

En este contexto complejo alzamos nuestros ojos al Dios de Misericordia para pedirle que nos ayude a superar los prejuicios y a comprometernos en la construcción de una sociedad mejor, sin discriminaciones ni violencia, en donde la paz reine como fruto de la justicia, según el anuncio del profeta: “la justicia producirá paz, tranquilidad y confianza para siempre” (Isaías 32, 17).

Como Iglesia queremos que nuestra Patria sea una casa de hermanos y hermanas, donde todos tengan una morada para vivir y podamos convivir con dignidad. Esa vocación requiere la alegría de querer ser y hacer de Chile un proyecto histórico sugerente de vida en común, que se vuelve más relevante y significativo cuando nos preparamos a vivir el Bicentenario de la Independencia Nacional.  La Iglesia quiere educar y conducir cada vez más a la reconciliación con Dios y los hermanos. Hay que sumar y no dividir. Importa cicatrizar heridas, así como la voluntad de excluir la penetración de ideologías de la violencia y de la muerte que solo buscan peligrosas exasperaciones y polarizaciones (cfr. Documento de Aparecida, 534).

Junto al deseo de reconciliación, “en el corazón y la vida de nuestros pueblos late un fuerte sentido de esperanza, no obstante las condiciones de vida que parecen ofuscar toda esperanza. Ella se experimenta y alimenta en el presente, gracias a los dones y signos de vida nueva que se comparte; compromete en la construcción de un futuro de mayor dignidad y justicia y ansía “los cielos nuevos y la tierra nueva” que Dios nos ha prometido en su morada eterna” (Documento de Aparecida, 536).

En este Día de Oración por los Pueblos Indígenas, acogemos el desafío urgente de trabajar por la paz. La paz es un bien preciado pero precario que debemos cuidar, educar y promover todos en nuestro continente. Como sabemos, la paz no es solamente la ausencia de guerras ni la exclusión de armas nucleares en nuestro espacio común, logros de por sí significativos. La paz reclama el empeño de la creación de una ‘cultura de paz’ que sea fruto de un desarrollo sustentable, equitativo y respetuoso de la creación. “El desarrollo es el nuevo nombre de la paz” decía el Papa Pablo VI. La Iglesia, sacramento de reconciliación y de paz, desea que los discípulos y misioneros de Cristo sean también, ahí donde se encuentren, constructores de paz entre los pueblos y naciones de nuestro Continente. La Iglesia está llamada a ser una escuela permanente de verdad y justicia, de perdón y reconciliación para construir una paz auténtica (cfr. Documento de Aparecida, 542).

Por eso elevamos una oración profunda al Dios de los pobres para que allane los caminos para un encuentro entre hijos de la misma tierra, donde los más postergados sean restituidos en su dignidad, donde todos crezcan con las mismas oportunidades, y donde las identidades de las distintas culturas sean vistas como signos de la presencia de Dios que nos hizo distintos, pero nos amó por igual.

A María Santísima, confidente de Ceferino Namuncurá, madre de Jesús y todos los cristianos, patrona de Nuestra América, le rogamos que cubra con su manto de amor a sus hijos que peregrinamos hacia la patria eterna, hacia esa tierra que mana leche y miel.

+ Cristián Contreras Villarroel
Obispo Auxiliar de Santiago
Secretario General de la Conferencia Episcopal